Friday, March 09, 2007
Hegel y Haití
S. D.
Thursday, March 08, 2007
Monday, March 05, 2007
Por qué el SIDA se desparrama más rápido en Africa
"The key is that African husbands tend to be more tolerant of their wives having a long term lover or two than is the norm elsewhere. The thought of one's wife becoming pregnant by another man is intolerable to most husbands around the world, but tends to be less infuriating in Africa.
That probably stems from women doing most of the farm work in rural Africa. (That's why you are always hearing about men in Africa working away from home in mines or wherever for months -- the men aren't often needed around the farm because most of the work is just hoeing weeds, which women can do at least as well as men.)
So, the husbands don't have as much leverage over their wives' behavior as in places where husbands are work-a-daddies bringing home the bacon. And African husbands don't have as much motivation to enforce fidelity on their wives since they won't be investing as much money in their wives' children's upbringing as they would elsewhere".
Más en Steve Sailer, aquí.
Wednesday, December 13, 2006
Retrato del canibal adolescente
Estará en estos días en las librerías inglesas y norteamericanas, con una operación editorial y de marketing que recuerda a la de Harry Potter. El éxito parece asegurado: porque el argumento es picante y grotesco, y porque, es opinión general, está muy bien escrito. La editorial le hizo firmar a Harris un contrato de tres páginas en que se lo obligaba a no escribir ni hablar del libro antes de la publicación. El volumen ha sido entregado en mano, envuelto en un anónimo papel de embalaje. Nada parece librado al azar: mientras Harris escribía su libro, también colaboraba en la adaptación fílmica de la novela, que en febrero podrá verse en los cines norteamericanos.
S. D.
Saturday, December 02, 2006
La partida
-¡Doña Isabel! ¡Doña Isabel!
Luego vuelvo a entrar en la estancia y me siento con un gesto de cansancio, de tristeza y de resignación. La vida, ¿es una repetición monótona, inexorable, de las mismas cosas con distintas apariencias? Yo estoy en mi cuarto; el cuarto es diminuto; tiene tres o cuatro pasos en cuadro; hay en él una mesa pequeña, un lavabo, una cómoda, una cama. Yo estoy sentado junto a un ancho balcón que da a un patio; el patio es blanco, limpio, silencioso. Y una luz suave, sedante, cae a través de unos tenues visillos y baña las blancas cuartillas que destacan sobre la mesa. Yo vuelvo a acercarme a la puerta y torno a gritar:
-¡Doña Isabel! ¡Doña Isabel!
Y después me siento otra vez con el mismo gesto de cansancio, de tristeza y de resignación. Las cuartillas esperan inmaculadas los trazos de la pluma; en medio de la estancia, abierta, destaca una maleta. ¿Dónde iré yo, una vez más, como siempre, sin remedio ninguno, con mi maleta y mis cuartillas? Y oigo en el largo corredor unos pasos lentos, suaves. Y en la puerta aparece una anciana vestida de negro, limpia, pálida.
-Buenos días, Azorín.
-Buenos días, doña Isabel.
Y nos quedamos un momento en silencio. Yo no pienso en nada; yo tengo una profunda melancolía. La anciana mira inmóvil, desde la puerta, la maleta que aparece en el centro del cuarto.
-¿Se marcha usted, Azorín?
Yo le contesto:
-Me marcho, doña Isabel.
Ella replica:
-¿Dónde se va usted, Azorín? Yo le contesto:
-No lo sé, doña Isabel.
Y transcurre otro breve momento de un silencio denso, profundo. Y la anciana, que ha permanecido con la cabeza un poco baja, la mueve con un ligero movimiento, como quien acaba de comprender, y dice:
-¿Se irá usted a los pueblos, Azorín?
-Sí, sí, doña Isabel -le digo yo-; no tengo más remedio que marcharme a los pueblos.
Los pueblos son las ciudades y las pequeñas villas de La Mancha y de las estepas castellanas que yo amo; doña Isabel ya me conoce; sus miradas han ido a posarse en los libros y cuartillas que están sobre la mesa. Luego me ha dicho:
-Yo creo, Azorín, que esos libros y esos papeles que usted escribe le están a usted matando. Muchas veces -añade sonriendo- he tenido la tentación de quemarlos todos durante alguno de sus viajes.
Yo he sonreído también.
-¡Jesús, doña Isabel! -he exclamado fingiendo un espanto cómico-. ¡Usted no quiere creer que yo tengo que realizar una misión sobre la tierra!
-¡Todo sea por Dios! -ha replicado ella, que no comprende nada de esta misión.
Y yo, entristecido, resignado con esta inquieta pluma que he de mover perdurablemente y con estas cuartillas que he de llenar hasta el fin de mis días, he contestado:
-Sí, todo sea por Dios, doña Isabel.
Después ella junta sus manos con un ademán doloroso, arquea las cejas y suspira:
-¡Ay, Señor!
Y ya este suspiro que yo he oído tantas veces, tantas veces en los viejos pueblos, en los caserones vetustos, a estas buenas ancianas vestidas de negro; ya este suspiro me trae una visión neta y profunda de la España castiza. ¿Qué recuerda doña Isabel con este suspiro? ¿Recuerda los días de su infancia y de su adolescencia, pasados en alguno de estos pueblos muertos, sombríos? ¿Recuerda las callejuelas estrechas, serpenteantes, desiertas, silenciosas? ¿Y las plazas anchas, con soportales ruinosos, por las que de tarde en tarde discurre un perro o un vendedor se para y lanza un grito en el silencio? ¿Y las fuentes viejas, las fuentes de granito, las fuentes con un blasón enorme, con grandes letras, en que se lee el nombre de Carlos V o Carlos III? ¿Y las iglesias góticas, doradas, rojizas, con estas capillas de las Angustias, de los Dolores o del Santo Entierro, en que tanto nuestras madres han rezado y han suspirado? ¿Y las tiendecillas hondas, lóbregas, de merceros, de cereros, de talabarteros, de pañeros, con las mantas de vivos colores que flamean al aire? ¿Y los carpinteros -estos buenos amigos nuestros- con sus mazos que golpean sonoros? ¿Y las herrerías -las queridas herrerías- que llenan desde el alba al ocaso la pequeña y silenciosa ciudad con sus sones joviales y claros? ¿Y los huertos y cortinales que se extienden a la salida del pueblo, y por cuyas bardas asoma un oscuro laurel o un ciprés mudo, centenario, que ha visto indulgente nuestras travesuras de niño? ¿Y los lejanos majuelos a los que hemos ido de merienda en las tardes de primavera y que han sido plantados acaso por un anciano que tal vez no ha visto sus frutos primeros? ¿Y las vetustas alamedas de olmos, de álamos, de plátanos, por las que hemos paseado en nuestra adolescencia en compañía de Lolita, de Juana, de Carmencita o de Rosarito? ¿Y los cacareos de los gallos que cantaban en las mañanas radiantes y templadas del invierno? ¿Y las campanadas lentas, sonoras, largas, del vetusto reloj que oíamos desde las anchas chimeneas en las noches de invierno?
Yo le digo al cabo a doña Isabel:
-Doña Isabel, es preciso partir.
Ella contesta:
-Sí, sí, Azorín; si es necesario, vaya usted.
Después yo me quedo solo con mis cuartillas, sentado ante la mesa, junto al ancho balcón por el que veo el patio silencioso, blanco. ¿Es displicencia? ¿Es tedio? ¿Es deseo de algo mejor que no sé lo que es, lo que yo siento? ¿No acabará nunca para nosotros, modestos periodistas, este sucederse perdurable de cosas y de cosas? ¿No volveremos a oír nosotros, con la misma sencillez de los primeros años, con la misma alegría, con el mismo sosiego, sin que el ansia enturbie nuestras emociones, sin que el recuerdo de la lucha nos amargue, estos cacareos de los gallos amigos, estos sones de las herrerías alegres, estas campanadas del reloj venerable, que entonces escuchábamos? ¿Nuestra vida no es como la del buen caballero errante que nació en uno de estos pueblos manchegos? Tal vez, si, nuestro vivir, como el de don Alonso Quijano el Bueno, es un combate inacabable, sin premio, por ideales que no veremos realizados... Yo amo esa gran figura dolorosa que es nuestro símbolo y nuestro espejo. Yo voy -con mi maleta de cartón y mi capa- a recorrer brevemente los lugares que él recorriera.
Lector: perdóname; mi voluntad es serte grato; he escrito ya mucho en mi vida; veo con tristeza que todavía he de escribir otro tanto. Lector: perdóname; yo soy un pobre hombre que, en los ratos de vanidad, quiere aparentar que sabe algo, pero que en realidad no sabe nada.
Azorin, en La ruta de Don Quijote.
(posted by S. D.)
Friday, December 01, 2006
El Abasto visto desde Av. Santa Fe
Ya desde su título, Las trampas de la cultura se propone discutir, y cuestionar, estos proyectos de ennoblecimiento de los barrios “bajos”. El objeto de estudio elegido: un barrio emblemático de Buenos Aires, el Abasto. Y lo hace una mujer, que es doctora en antropología, novelista, y poeta inédita. María Carman ha emprendido un estudio -ha sido antes una tesis- que aspira a los fueros universitarios. Pero no siempre, o no del todo, porque el estilo y el fondo de la investigación se nutren de las imaginaciones de la narrativa de ficción y aun de la poesía. El primer capítulo, “Una intrusa entre los intrusos”, es explícita reflexión personal, literaria, de lo que experimentó Carman a lo largo de su prolongado trabajo de campo: “Me acababa de casar y, por consiguiente, me acababa de mudar a un modesto barrio a pocas cuadras del Abasto. Yo, que siempre había vivido en el próspero y luminoso centro de la ciudad, sobre la tumultuosa Santa Fe, la avenida comercial del corazón de Buenos Aires”.
En los seis restantes y pletóricos capítulos se lee un trazado puntilloso de la metamorfosis que sufrió el Abasto. Desde la construcción del shopping hasta la mercadotecnia del gardelismo enfrentada a las resistencias de los habitantes “ilegales” –transformados por la teoría que abraza Carman en “agentes sociales”.
Para el lector argentino, es un tema que acaso despierte resonancias del sociólogo Pierre Bourdieu (1930-2002), bien traducido al español y conocido en los medios académicos locales. Estos ecos son legítimos, no tanto por la frecuencia con que se citan al autor francés y sus propuestas, sino por el impulso de la autora en desconfiar que la cultura, efectivamente, pueda hacer algo por la pobreza. Al lector cínico que piense que no hace falta gastar energía en este cuestionamiento, tal vez baste, para que cambie de opinión, con recordarle el slogan del depuesto Jefe de Gobierno porteño Aníbal Ibarra, que el prólogo del libro cita: “Si tenemos mucha cultura, tendremos menos pobreza”.
Justamente en el prólogo, que se debe a Mónica Lacarrieu, leemos que Las trampas de la cultura es “sin duda una de las miradas más transgresoras sobre la problemática urbana”, que es “removedor de los ‘lugares comunes’ rigidizados”, y propone una descripción del entero volumen: “Desde lo objetivo a lo subjetivo, de lo material a lo simbólico, de lo social a lo cultural, desde los ocupantes a los pobres urbanos, desde cada uno de ellos hacia su condición construida, desde la pertenencia étnica-cultural, el libro nos abre el camino hacia una multiplicidad de lecturas sobre la problemática tratada”.
Entre lo más interesante del libro hay que destacar justamente el lugar que la autora le concede a las palabras de las personas que resisten esa gentrification promovida por los empresarios, pero también por el gobierno. Los intereses, desde luego, resultan insalvables, y la lucha por el “espacio urbano”, necesariamente incongruente. Mientras unos hablan de hacer negocios o de ejemplaridad civil, los otros hablan de sobrevivir (de abrir una canilla y que salga agua). El proceso de ennoblecimiento no ha sido completo en el Abasto, ni muchos menos (y a media cuadra del shopping todavía se puede comer por cuatro pesos --en restorán peruano de migrantes salvados del Niño o de alguna otra catástrofe-- un menú completo de sopa, lomo saltado y refresco).
Un viejo adagio recuerda con insistencia que el sufrimiento humano no se resuelve con teoremas de ingeniería civil, ni con fórmulas econométricas. Coincidirán, con la mayoría de las palabras de Carman en su libro, aquellos que más sufren la vida en Buenos Aires, ciudad multi-étnica si se quiere, pero jamás multi-cultural.
S. D
Monday, November 27, 2006
69' año erótico
Habitualmente, en el mundo anglonorteamericano, las editoriales bien instaladas hacen llegar a los medios volúmenes de los libros, antes del lanzamiento oficial, para que la publicación de reseñas y comentarios coincida con la distribución. Decir que la crítica no fue favorable con Against the Day es una figura de disimulación irónica. “Parece una imitación de Pynchon escrita por un fan tenaz pero idiota y drogado”, estalla Michiko Kakutani, del New York Times. Que agrega que las mil cien páginas componen “un rompecabezas monstruoso, pretencioso sin ser provocativo, elíptico sin ser iluminador, complicado sin ser complejo”. También cáustico busca ser el New Yorker, que lo califica de “novela sin forma, metros y metros de papel llenos de adornos al estilo de Pynchon”. “Ni siquiera Pynchon entiende lo que escribe”, se pronuncia el semanario Time. “Uno puede pasarse veinte horas leyéndolo encerrado en un bunker sin interesarse ni por una coma”, comenta el Seattle Time. El presidente del National Book Critics Circle, John Freeman, dice que la novela “no está escrita a escala humana”. Representa un regreso del autor al realismo mágico que ya florecía en su primera novela, donde eran conspicuos personajes los lagartos albinos de las cloacas de Nueva York. En Against the Day hay una inmersión casi fatal en un estanque de mayonesa, hay un perro que lee en francés, se visita un legendario reino de Shembala en el Tibet, una misteriosa explosión estalla en Siberia en 1908. Se trata de una novela-río, ese género middle-brow del período de entreguerras. Pynchon se extiende entre la Revolución Industrial y la Revolución Mexicana, y mueve a decenas de personajes que representan las ansiedades de nuestra era tan capitalista.
Durante décadas, Pynchon supo ser elogiado, porque encarnaba un canon estético de las academias y de los medios gráficos, que cortejaban su imagen de elusiva celebrity. En los 60 halagaba el simbolismo de los religiosos New Critics en decadencia, a la vez que anunciaba la aurora del realismo mágico, en los 70 fue el heraldo de la metaficción, en los 80 del posmodernismo, en los 90 de la resurrección de la novela histórica. Las voces en su contra, como las de Gore Vidal o Dale Peck, quedaban asordinadas en la algarabía. Hoy los críticos, sin decirlo, parecen coincidir en que esta última novela le daría la razón a Vidal: cada escritor tiene que pensar, antes de agregar una sola palabra más a la página.
S. D.