Era el hijo que anhelan las madres: amoroso y adorable, inteligente y aplicadísimo, gentil con los mayores, cariñoso con los animales (y en especial, ay, con los cisnes), respetuoso de sus padres. Pero algo horrible sucede y el charming boy se convierte de grande en lo peor (después de la homosexualidad) que le puede pasar a los padres de un varoncito: saber que su hijo se convirtió en caníbal. Y además en el caníbal más famoso, porque sabe ser el más peligroso. De esto trata la nueva novela del norteamericano Thomas Harris, la cuarta de la serie, Hannibal Rising, dedicada a la niñez y adolescencia de la criatura más famosa del escritor, Hannibal Lecter.
Estará en estos días en las librerías inglesas y norteamericanas, con una operación editorial y de marketing que recuerda a la de Harry Potter. El éxito parece asegurado: porque el argumento es picante y grotesco, y porque, es opinión general, está muy bien escrito. La editorial le hizo firmar a Harris un contrato de tres páginas en que se lo obligaba a no escribir ni hablar del libro antes de la publicación. El volumen ha sido entregado en mano, envuelto en un anónimo papel de embalaje. Nada parece librado al azar: mientras Harris escribía su libro, también colaboraba en la adaptación fílmica de la novela, que en febrero podrá verse en los cines norteamericanos.
S. D.
Wednesday, December 13, 2006
Saturday, December 02, 2006
La partida
Yo me acerco a la puerta y grito:
-¡Doña Isabel! ¡Doña Isabel!
Luego vuelvo a entrar en la estancia y me siento con un gesto de cansancio, de tristeza y de resignación. La vida, ¿es una repetición monótona, inexorable, de las mismas cosas con distintas apariencias? Yo estoy en mi cuarto; el cuarto es diminuto; tiene tres o cuatro pasos en cuadro; hay en él una mesa pequeña, un lavabo, una cómoda, una cama. Yo estoy sentado junto a un ancho balcón que da a un patio; el patio es blanco, limpio, silencioso. Y una luz suave, sedante, cae a través de unos tenues visillos y baña las blancas cuartillas que destacan sobre la mesa. Yo vuelvo a acercarme a la puerta y torno a gritar:
-¡Doña Isabel! ¡Doña Isabel!
Y después me siento otra vez con el mismo gesto de cansancio, de tristeza y de resignación. Las cuartillas esperan inmaculadas los trazos de la pluma; en medio de la estancia, abierta, destaca una maleta. ¿Dónde iré yo, una vez más, como siempre, sin remedio ninguno, con mi maleta y mis cuartillas? Y oigo en el largo corredor unos pasos lentos, suaves. Y en la puerta aparece una anciana vestida de negro, limpia, pálida.
-Buenos días, Azorín.
-Buenos días, doña Isabel.
Y nos quedamos un momento en silencio. Yo no pienso en nada; yo tengo una profunda melancolía. La anciana mira inmóvil, desde la puerta, la maleta que aparece en el centro del cuarto.
-¿Se marcha usted, Azorín?
Yo le contesto:
-Me marcho, doña Isabel.
Ella replica:
-¿Dónde se va usted, Azorín? Yo le contesto:
-No lo sé, doña Isabel.
Y transcurre otro breve momento de un silencio denso, profundo. Y la anciana, que ha permanecido con la cabeza un poco baja, la mueve con un ligero movimiento, como quien acaba de comprender, y dice:
-¿Se irá usted a los pueblos, Azorín?
-Sí, sí, doña Isabel -le digo yo-; no tengo más remedio que marcharme a los pueblos.
Los pueblos son las ciudades y las pequeñas villas de La Mancha y de las estepas castellanas que yo amo; doña Isabel ya me conoce; sus miradas han ido a posarse en los libros y cuartillas que están sobre la mesa. Luego me ha dicho:
-Yo creo, Azorín, que esos libros y esos papeles que usted escribe le están a usted matando. Muchas veces -añade sonriendo- he tenido la tentación de quemarlos todos durante alguno de sus viajes.
Yo he sonreído también.
-¡Jesús, doña Isabel! -he exclamado fingiendo un espanto cómico-. ¡Usted no quiere creer que yo tengo que realizar una misión sobre la tierra!
-¡Todo sea por Dios! -ha replicado ella, que no comprende nada de esta misión.
Y yo, entristecido, resignado con esta inquieta pluma que he de mover perdurablemente y con estas cuartillas que he de llenar hasta el fin de mis días, he contestado:
-Sí, todo sea por Dios, doña Isabel.
Después ella junta sus manos con un ademán doloroso, arquea las cejas y suspira:
-¡Ay, Señor!
Y ya este suspiro que yo he oído tantas veces, tantas veces en los viejos pueblos, en los caserones vetustos, a estas buenas ancianas vestidas de negro; ya este suspiro me trae una visión neta y profunda de la España castiza. ¿Qué recuerda doña Isabel con este suspiro? ¿Recuerda los días de su infancia y de su adolescencia, pasados en alguno de estos pueblos muertos, sombríos? ¿Recuerda las callejuelas estrechas, serpenteantes, desiertas, silenciosas? ¿Y las plazas anchas, con soportales ruinosos, por las que de tarde en tarde discurre un perro o un vendedor se para y lanza un grito en el silencio? ¿Y las fuentes viejas, las fuentes de granito, las fuentes con un blasón enorme, con grandes letras, en que se lee el nombre de Carlos V o Carlos III? ¿Y las iglesias góticas, doradas, rojizas, con estas capillas de las Angustias, de los Dolores o del Santo Entierro, en que tanto nuestras madres han rezado y han suspirado? ¿Y las tiendecillas hondas, lóbregas, de merceros, de cereros, de talabarteros, de pañeros, con las mantas de vivos colores que flamean al aire? ¿Y los carpinteros -estos buenos amigos nuestros- con sus mazos que golpean sonoros? ¿Y las herrerías -las queridas herrerías- que llenan desde el alba al ocaso la pequeña y silenciosa ciudad con sus sones joviales y claros? ¿Y los huertos y cortinales que se extienden a la salida del pueblo, y por cuyas bardas asoma un oscuro laurel o un ciprés mudo, centenario, que ha visto indulgente nuestras travesuras de niño? ¿Y los lejanos majuelos a los que hemos ido de merienda en las tardes de primavera y que han sido plantados acaso por un anciano que tal vez no ha visto sus frutos primeros? ¿Y las vetustas alamedas de olmos, de álamos, de plátanos, por las que hemos paseado en nuestra adolescencia en compañía de Lolita, de Juana, de Carmencita o de Rosarito? ¿Y los cacareos de los gallos que cantaban en las mañanas radiantes y templadas del invierno? ¿Y las campanadas lentas, sonoras, largas, del vetusto reloj que oíamos desde las anchas chimeneas en las noches de invierno?
Yo le digo al cabo a doña Isabel:
-Doña Isabel, es preciso partir.
Ella contesta:
-Sí, sí, Azorín; si es necesario, vaya usted.
Después yo me quedo solo con mis cuartillas, sentado ante la mesa, junto al ancho balcón por el que veo el patio silencioso, blanco. ¿Es displicencia? ¿Es tedio? ¿Es deseo de algo mejor que no sé lo que es, lo que yo siento? ¿No acabará nunca para nosotros, modestos periodistas, este sucederse perdurable de cosas y de cosas? ¿No volveremos a oír nosotros, con la misma sencillez de los primeros años, con la misma alegría, con el mismo sosiego, sin que el ansia enturbie nuestras emociones, sin que el recuerdo de la lucha nos amargue, estos cacareos de los gallos amigos, estos sones de las herrerías alegres, estas campanadas del reloj venerable, que entonces escuchábamos? ¿Nuestra vida no es como la del buen caballero errante que nació en uno de estos pueblos manchegos? Tal vez, si, nuestro vivir, como el de don Alonso Quijano el Bueno, es un combate inacabable, sin premio, por ideales que no veremos realizados... Yo amo esa gran figura dolorosa que es nuestro símbolo y nuestro espejo. Yo voy -con mi maleta de cartón y mi capa- a recorrer brevemente los lugares que él recorriera.
Lector: perdóname; mi voluntad es serte grato; he escrito ya mucho en mi vida; veo con tristeza que todavía he de escribir otro tanto. Lector: perdóname; yo soy un pobre hombre que, en los ratos de vanidad, quiere aparentar que sabe algo, pero que en realidad no sabe nada.
Azorin, en La ruta de Don Quijote.
(posted by S. D.)
-¡Doña Isabel! ¡Doña Isabel!
Luego vuelvo a entrar en la estancia y me siento con un gesto de cansancio, de tristeza y de resignación. La vida, ¿es una repetición monótona, inexorable, de las mismas cosas con distintas apariencias? Yo estoy en mi cuarto; el cuarto es diminuto; tiene tres o cuatro pasos en cuadro; hay en él una mesa pequeña, un lavabo, una cómoda, una cama. Yo estoy sentado junto a un ancho balcón que da a un patio; el patio es blanco, limpio, silencioso. Y una luz suave, sedante, cae a través de unos tenues visillos y baña las blancas cuartillas que destacan sobre la mesa. Yo vuelvo a acercarme a la puerta y torno a gritar:
-¡Doña Isabel! ¡Doña Isabel!
Y después me siento otra vez con el mismo gesto de cansancio, de tristeza y de resignación. Las cuartillas esperan inmaculadas los trazos de la pluma; en medio de la estancia, abierta, destaca una maleta. ¿Dónde iré yo, una vez más, como siempre, sin remedio ninguno, con mi maleta y mis cuartillas? Y oigo en el largo corredor unos pasos lentos, suaves. Y en la puerta aparece una anciana vestida de negro, limpia, pálida.
-Buenos días, Azorín.
-Buenos días, doña Isabel.
Y nos quedamos un momento en silencio. Yo no pienso en nada; yo tengo una profunda melancolía. La anciana mira inmóvil, desde la puerta, la maleta que aparece en el centro del cuarto.
-¿Se marcha usted, Azorín?
Yo le contesto:
-Me marcho, doña Isabel.
Ella replica:
-¿Dónde se va usted, Azorín? Yo le contesto:
-No lo sé, doña Isabel.
Y transcurre otro breve momento de un silencio denso, profundo. Y la anciana, que ha permanecido con la cabeza un poco baja, la mueve con un ligero movimiento, como quien acaba de comprender, y dice:
-¿Se irá usted a los pueblos, Azorín?
-Sí, sí, doña Isabel -le digo yo-; no tengo más remedio que marcharme a los pueblos.
Los pueblos son las ciudades y las pequeñas villas de La Mancha y de las estepas castellanas que yo amo; doña Isabel ya me conoce; sus miradas han ido a posarse en los libros y cuartillas que están sobre la mesa. Luego me ha dicho:
-Yo creo, Azorín, que esos libros y esos papeles que usted escribe le están a usted matando. Muchas veces -añade sonriendo- he tenido la tentación de quemarlos todos durante alguno de sus viajes.
Yo he sonreído también.
-¡Jesús, doña Isabel! -he exclamado fingiendo un espanto cómico-. ¡Usted no quiere creer que yo tengo que realizar una misión sobre la tierra!
-¡Todo sea por Dios! -ha replicado ella, que no comprende nada de esta misión.
Y yo, entristecido, resignado con esta inquieta pluma que he de mover perdurablemente y con estas cuartillas que he de llenar hasta el fin de mis días, he contestado:
-Sí, todo sea por Dios, doña Isabel.
Después ella junta sus manos con un ademán doloroso, arquea las cejas y suspira:
-¡Ay, Señor!
Y ya este suspiro que yo he oído tantas veces, tantas veces en los viejos pueblos, en los caserones vetustos, a estas buenas ancianas vestidas de negro; ya este suspiro me trae una visión neta y profunda de la España castiza. ¿Qué recuerda doña Isabel con este suspiro? ¿Recuerda los días de su infancia y de su adolescencia, pasados en alguno de estos pueblos muertos, sombríos? ¿Recuerda las callejuelas estrechas, serpenteantes, desiertas, silenciosas? ¿Y las plazas anchas, con soportales ruinosos, por las que de tarde en tarde discurre un perro o un vendedor se para y lanza un grito en el silencio? ¿Y las fuentes viejas, las fuentes de granito, las fuentes con un blasón enorme, con grandes letras, en que se lee el nombre de Carlos V o Carlos III? ¿Y las iglesias góticas, doradas, rojizas, con estas capillas de las Angustias, de los Dolores o del Santo Entierro, en que tanto nuestras madres han rezado y han suspirado? ¿Y las tiendecillas hondas, lóbregas, de merceros, de cereros, de talabarteros, de pañeros, con las mantas de vivos colores que flamean al aire? ¿Y los carpinteros -estos buenos amigos nuestros- con sus mazos que golpean sonoros? ¿Y las herrerías -las queridas herrerías- que llenan desde el alba al ocaso la pequeña y silenciosa ciudad con sus sones joviales y claros? ¿Y los huertos y cortinales que se extienden a la salida del pueblo, y por cuyas bardas asoma un oscuro laurel o un ciprés mudo, centenario, que ha visto indulgente nuestras travesuras de niño? ¿Y los lejanos majuelos a los que hemos ido de merienda en las tardes de primavera y que han sido plantados acaso por un anciano que tal vez no ha visto sus frutos primeros? ¿Y las vetustas alamedas de olmos, de álamos, de plátanos, por las que hemos paseado en nuestra adolescencia en compañía de Lolita, de Juana, de Carmencita o de Rosarito? ¿Y los cacareos de los gallos que cantaban en las mañanas radiantes y templadas del invierno? ¿Y las campanadas lentas, sonoras, largas, del vetusto reloj que oíamos desde las anchas chimeneas en las noches de invierno?
Yo le digo al cabo a doña Isabel:
-Doña Isabel, es preciso partir.
Ella contesta:
-Sí, sí, Azorín; si es necesario, vaya usted.
Después yo me quedo solo con mis cuartillas, sentado ante la mesa, junto al ancho balcón por el que veo el patio silencioso, blanco. ¿Es displicencia? ¿Es tedio? ¿Es deseo de algo mejor que no sé lo que es, lo que yo siento? ¿No acabará nunca para nosotros, modestos periodistas, este sucederse perdurable de cosas y de cosas? ¿No volveremos a oír nosotros, con la misma sencillez de los primeros años, con la misma alegría, con el mismo sosiego, sin que el ansia enturbie nuestras emociones, sin que el recuerdo de la lucha nos amargue, estos cacareos de los gallos amigos, estos sones de las herrerías alegres, estas campanadas del reloj venerable, que entonces escuchábamos? ¿Nuestra vida no es como la del buen caballero errante que nació en uno de estos pueblos manchegos? Tal vez, si, nuestro vivir, como el de don Alonso Quijano el Bueno, es un combate inacabable, sin premio, por ideales que no veremos realizados... Yo amo esa gran figura dolorosa que es nuestro símbolo y nuestro espejo. Yo voy -con mi maleta de cartón y mi capa- a recorrer brevemente los lugares que él recorriera.
Lector: perdóname; mi voluntad es serte grato; he escrito ya mucho en mi vida; veo con tristeza que todavía he de escribir otro tanto. Lector: perdóname; yo soy un pobre hombre que, en los ratos de vanidad, quiere aparentar que sabe algo, pero que en realidad no sabe nada.
Azorin, en La ruta de Don Quijote.
(posted by S. D.)
Friday, December 01, 2006
El Abasto visto desde Av. Santa Fe
Es un fenómeno global muy años noventa. El Río de la Plata no le fue ajeno, en aquella década que creyó vivir en sincronía planetaria. En inglés lo llaman gentrification: es la transformación de barrios lúmpenes, peligrosos e intensos en paraísos inmobiliarios para las clases medias. Un ejemplo extremo lo vive la Ciudad Vieja de Montevideo, donde jóvenes arquitectos y diseñadores uruguayos pusieron todo su ingenio, auspiciados por un programa de la Unión Europea, en transformarla en algo parecido a South Beach, Miami. Pintaron de color pastel los edificios de principios del siglo XX y arruinaron su pátina gris, reemplazaron los plátanos por palmeras, y en las calles, ahora transformadas en peatonales con baldosas chic, pululan remolinos de alambre y cemento que, se dice, espantan a la gente al caer la noche –son obras contemporáneas. En Buenos Aires, el fenómeno arrasó, a medias o totalmente, con Puerto Madero, con Palermo, San Telmo, Montserrat, La Boca, Flores.
Ya desde su título, Las trampas de la cultura se propone discutir, y cuestionar, estos proyectos de ennoblecimiento de los barrios “bajos”. El objeto de estudio elegido: un barrio emblemático de Buenos Aires, el Abasto. Y lo hace una mujer, que es doctora en antropología, novelista, y poeta inédita. María Carman ha emprendido un estudio -ha sido antes una tesis- que aspira a los fueros universitarios. Pero no siempre, o no del todo, porque el estilo y el fondo de la investigación se nutren de las imaginaciones de la narrativa de ficción y aun de la poesía. El primer capítulo, “Una intrusa entre los intrusos”, es explícita reflexión personal, literaria, de lo que experimentó Carman a lo largo de su prolongado trabajo de campo: “Me acababa de casar y, por consiguiente, me acababa de mudar a un modesto barrio a pocas cuadras del Abasto. Yo, que siempre había vivido en el próspero y luminoso centro de la ciudad, sobre la tumultuosa Santa Fe, la avenida comercial del corazón de Buenos Aires”.
En los seis restantes y pletóricos capítulos se lee un trazado puntilloso de la metamorfosis que sufrió el Abasto. Desde la construcción del shopping hasta la mercadotecnia del gardelismo enfrentada a las resistencias de los habitantes “ilegales” –transformados por la teoría que abraza Carman en “agentes sociales”.
Para el lector argentino, es un tema que acaso despierte resonancias del sociólogo Pierre Bourdieu (1930-2002), bien traducido al español y conocido en los medios académicos locales. Estos ecos son legítimos, no tanto por la frecuencia con que se citan al autor francés y sus propuestas, sino por el impulso de la autora en desconfiar que la cultura, efectivamente, pueda hacer algo por la pobreza. Al lector cínico que piense que no hace falta gastar energía en este cuestionamiento, tal vez baste, para que cambie de opinión, con recordarle el slogan del depuesto Jefe de Gobierno porteño Aníbal Ibarra, que el prólogo del libro cita: “Si tenemos mucha cultura, tendremos menos pobreza”.
Justamente en el prólogo, que se debe a Mónica Lacarrieu, leemos que Las trampas de la cultura es “sin duda una de las miradas más transgresoras sobre la problemática urbana”, que es “removedor de los ‘lugares comunes’ rigidizados”, y propone una descripción del entero volumen: “Desde lo objetivo a lo subjetivo, de lo material a lo simbólico, de lo social a lo cultural, desde los ocupantes a los pobres urbanos, desde cada uno de ellos hacia su condición construida, desde la pertenencia étnica-cultural, el libro nos abre el camino hacia una multiplicidad de lecturas sobre la problemática tratada”.
Entre lo más interesante del libro hay que destacar justamente el lugar que la autora le concede a las palabras de las personas que resisten esa gentrification promovida por los empresarios, pero también por el gobierno. Los intereses, desde luego, resultan insalvables, y la lucha por el “espacio urbano”, necesariamente incongruente. Mientras unos hablan de hacer negocios o de ejemplaridad civil, los otros hablan de sobrevivir (de abrir una canilla y que salga agua). El proceso de ennoblecimiento no ha sido completo en el Abasto, ni muchos menos (y a media cuadra del shopping todavía se puede comer por cuatro pesos --en restorán peruano de migrantes salvados del Niño o de alguna otra catástrofe-- un menú completo de sopa, lomo saltado y refresco).
Un viejo adagio recuerda con insistencia que el sufrimiento humano no se resuelve con teoremas de ingeniería civil, ni con fórmulas econométricas. Coincidirán, con la mayoría de las palabras de Carman en su libro, aquellos que más sufren la vida en Buenos Aires, ciudad multi-étnica si se quiere, pero jamás multi-cultural.
S. D
Ya desde su título, Las trampas de la cultura se propone discutir, y cuestionar, estos proyectos de ennoblecimiento de los barrios “bajos”. El objeto de estudio elegido: un barrio emblemático de Buenos Aires, el Abasto. Y lo hace una mujer, que es doctora en antropología, novelista, y poeta inédita. María Carman ha emprendido un estudio -ha sido antes una tesis- que aspira a los fueros universitarios. Pero no siempre, o no del todo, porque el estilo y el fondo de la investigación se nutren de las imaginaciones de la narrativa de ficción y aun de la poesía. El primer capítulo, “Una intrusa entre los intrusos”, es explícita reflexión personal, literaria, de lo que experimentó Carman a lo largo de su prolongado trabajo de campo: “Me acababa de casar y, por consiguiente, me acababa de mudar a un modesto barrio a pocas cuadras del Abasto. Yo, que siempre había vivido en el próspero y luminoso centro de la ciudad, sobre la tumultuosa Santa Fe, la avenida comercial del corazón de Buenos Aires”.
En los seis restantes y pletóricos capítulos se lee un trazado puntilloso de la metamorfosis que sufrió el Abasto. Desde la construcción del shopping hasta la mercadotecnia del gardelismo enfrentada a las resistencias de los habitantes “ilegales” –transformados por la teoría que abraza Carman en “agentes sociales”.
Para el lector argentino, es un tema que acaso despierte resonancias del sociólogo Pierre Bourdieu (1930-2002), bien traducido al español y conocido en los medios académicos locales. Estos ecos son legítimos, no tanto por la frecuencia con que se citan al autor francés y sus propuestas, sino por el impulso de la autora en desconfiar que la cultura, efectivamente, pueda hacer algo por la pobreza. Al lector cínico que piense que no hace falta gastar energía en este cuestionamiento, tal vez baste, para que cambie de opinión, con recordarle el slogan del depuesto Jefe de Gobierno porteño Aníbal Ibarra, que el prólogo del libro cita: “Si tenemos mucha cultura, tendremos menos pobreza”.
Justamente en el prólogo, que se debe a Mónica Lacarrieu, leemos que Las trampas de la cultura es “sin duda una de las miradas más transgresoras sobre la problemática urbana”, que es “removedor de los ‘lugares comunes’ rigidizados”, y propone una descripción del entero volumen: “Desde lo objetivo a lo subjetivo, de lo material a lo simbólico, de lo social a lo cultural, desde los ocupantes a los pobres urbanos, desde cada uno de ellos hacia su condición construida, desde la pertenencia étnica-cultural, el libro nos abre el camino hacia una multiplicidad de lecturas sobre la problemática tratada”.
Entre lo más interesante del libro hay que destacar justamente el lugar que la autora le concede a las palabras de las personas que resisten esa gentrification promovida por los empresarios, pero también por el gobierno. Los intereses, desde luego, resultan insalvables, y la lucha por el “espacio urbano”, necesariamente incongruente. Mientras unos hablan de hacer negocios o de ejemplaridad civil, los otros hablan de sobrevivir (de abrir una canilla y que salga agua). El proceso de ennoblecimiento no ha sido completo en el Abasto, ni muchos menos (y a media cuadra del shopping todavía se puede comer por cuatro pesos --en restorán peruano de migrantes salvados del Niño o de alguna otra catástrofe-- un menú completo de sopa, lomo saltado y refresco).
Un viejo adagio recuerda con insistencia que el sufrimiento humano no se resuelve con teoremas de ingeniería civil, ni con fórmulas econométricas. Coincidirán, con la mayoría de las palabras de Carman en su libro, aquellos que más sufren la vida en Buenos Aires, ciudad multi-étnica si se quiere, pero jamás multi-cultural.
S. D