Thursday, April 27, 2006

Máscaras napolitanas


Como la lengua inglesa según el doctor Samuel Johnson, la literatura argentina está resignada a la tiranía del tiempo y de la moda, expuesta a las corrupciones de la ignorancia y a los caprichos de la innovación. Los bajos del temor (Barcelona: Tusquets, 1992, 294 páginas) es una novela que evita limpiamente el último de estos peligros. Fiel a la doctrina johnsoniana que iguala el cambio con la degeneración, en nada innova Vlady Kociancich. Apoyada sobre un esquema narrativo tradicional, el boy meets girl, revela párrafo a párrafo previsibles filiaciones; la más notoria, la de Adolfo Bioy Casares.

Tal filiación adopta numerosas manifestaciones; se encuentra en la copia servil ("la imaginación –dice Kociancich en su novela de enmascarados napolitanos- es un peligro"; "el verdadero estorbo -había dicho Bioy en "Máscaras venecianas"- es la imaginación"), en el uso de frases tic para caracterizar a los personajes, en los ambientes (de Italia al Tigre), en la tendencia a prodigar sentencias y máximas.

"Un solo ser nos falta y todo se despuebla" advierte irónicamente el epígrafe que la novela atribuye a Stendhal. Todo el despliegue de bien aprendidos mecanismos es incapaz, por sí solo, de recuperar el encanto del modelo. Kociancich ofrece, en cambio, un ilimitado repertorio de frases zen ("Cuando la gente calla, hablan las cosas", "La pérdida y la espera son el beneficio del jugador, no la ganancia"), una summa nada teológica de metáforas banales ("el Obelisco, faro de peatones histéricos y colectivos prepotentes"), un lenguaje exquisito: a diferencia de los personajes de Bioy, los de Kociancich fruncen el ceño, escuchan rugidos de fieras, conocen personas inéditas.

Carente de naturalidad, Los bajos del temor es una novela que ha sido compuesta renglón por renglón, sin sentido del párrafo o del conjunto. Alguna vez Kociancich escribió que "la busca de sospechosas coincidencias argumentales o temáticas es el oscuro goce de muchos". Con un cierto horror estoico podría afirmarse que su novela sólo ha sido generosa para las oscuridades de la crítica de fuentes.

Javier de Pablo

Sunday, April 23, 2006

Simone de Beauvoir: una introducción acrítica

En The Truants (1982), William Barrett recuerda que Simone de Beauvoir durante su viaje por Estados Unidos fingía entender el inglés, un idioma en el que no podía mantener un diálogo simple. Lo que no le impidió, después, cuando compuso sus abultadas memorias, abusar de la retórica de la autoridad y reproducir en su ilusoria integridad extensas conversaciones. Barrett se pregunta para qué cruzó el Atlántico la filósofa y novelista existencialista francesa, si una vez en París iba a reiterar un inventario de clichés que ya traía en el viaje de ida dentro de su valija. En "Mlle. Gulliver en Amérique", uno de los ensayos que forman On the Contrary (1962), Mary McCarthy había ofrecido una versión de Simone de Beauvoir desde el lugar de la mujer. Más cruel, menos general que el filósofo Barrett, más concreta, McCarthy había repertoriado todos aquellos lugares comunes parisinos. Hay que decir que ni Barrett, ni McCarthy están siquiera aludidos en Edward Fullbrook and Kate Fullbrook, Simone de Beauvoir: A Critical Introduction (Cambridge: Polity, 1998), una muy sumaria introducción que resume vida y pensamiento de la autora francesa mejor conocida del siglo XX.

Fullbrook & Fullbrook tampoco tienen tiempo ni paciencia con L'Amérique au jour le jour (el libro de Simone de Beauvoir sobre los Estados Unidos, publicado en 1954, al que curiosamente clasifican como "essay", y no como "memoirs", o "travelogue"). Es posible que estos profesores universitarios encuentren irritante la facilidad y felicidad de la filósofa (como toda maestra de secundario) para registrar y transmitir gossip. Pero Simone de Beauvoir: A Critical Introduction es la venganza de Angloamérica contra la filósofa de París. Aquí le devuelven con creces a Beauvoir cualquier incomprensión de la somera gramática de la lengua inglesa o de los difíciles matices sociales de los mataderos de Chicago. En una colección que se llama “Key Thinkers”, los Fullbrook emprenden una explicación completa, obra por obra. De ficción y de "teoría". Los autores evitan comentar los escritos autobiográficos y de viajes, que forman más de la mitad de los textos de una escritora a la que por otra parte ya habían dedicado un libro anterior, Jean-Paul Sartre and Simone de Beauvoir: The Remaking of a Twentieth Century Legend.

Libros como los que Daniel Balderston o Sylvia Molloy dedicaron a Jorge Luis Borges o Suzanne Jill Levine a Adolfo Bioy Casares, son tanto más peligrosos porque la mitad de los datos que contienen es muy correcta, y porque suponen que sus lectores van a desconocer las obviedades que registran. La comparación del caso de Simone de Beauvoir (y Sartre) con el de Biorges, según fusionaba los nombres el profesor de Yale y agente de la CIA Emir Rodríguez Monegal, no es caprichosa. La admiración universitaria europea y norteamericana por los argentinos era (es, sigue siendo) prolongada y extraordinaria, pero profundamente ahistórica. A la larga, Biorges se volvía indiscernible de Italo Calvino, de Juan José Arreola o Augusto Monterroso. El libro de los/las Fullbrook somete a la Beauvoir a ese tipo de disección sub specie aeternitatis. Los efectos de anacronismo son grotescos. Al hablar de Emmanuel Lévinas, lo confunden con el famoso pensador de la alteridad elogiado por Juan Pablo II en la década de 1990, pero ignoran qué hacía el filósofo judío 50 años antes, precisamente cuando Beauvoir se ocupaba de él. La bibliografía es enteramente anglófona, y parece ignorar por completo a las escritoras mujeres francesas con las que Beauvoir colaboró o debatió o a quienes promovió (y aun imitó), así como también está ausente cualquier referencia a aquellos movimientos de ideas franceses a los que Beauvoir alude permanente e irremediablemente. No falta en el catálogo, en cambio, ninguna tenured feminist. Entre ellas, conspicua, la doctora Elizabeth Fallaize, que les devolvió los elogios con una cálida recomendación en la contratapa.

Javier de Pablo

Friday, April 14, 2006

"Y ya que mi mierda es fina / y a todo nazi lo alcanza"

Un delantero nigeriano que juega en la cuarta división del futbol alemán hizo, por rabia, el saludo nazi, brazo en alto, a los hinchas del equipo contrario. Apriti cieli. Los hinchas saltaron a la cancha para correr al jugador que, después de tanta paciencia, quiso provocar la misma ira que durante años había sufrido en contra de él mismo. Es cierto: en teoría, alzar el brazo puede entenderse como una nítida apología del nazismo. Pero quizá algunas clamorosas respuestas sirvan a tantos superficiales para entender que llamar a alguien mono porque es negro, o mafioso porque es italiano, o gay porque es homosexual no se debe hacer (ni pensar).
N. Wet

Sunday, April 09, 2006

El indoamericanismo de anteayer: Jorge Abelardo Ramos

Desde un restricto punto de vista, el interés que conservan los libros de Jorge Abelardo Ramos parece firme y permanente. Aquel no es otro que el de la historia de la historiografía argentina. Porque el de Ramos fue uno de los períodos a la vez más polémicos y fecundos de ésta. Historia de la Nación Latinoamericana es una obra que responde, aunque con rasgos de originalidad y estilo propios, a los caracteres más generales del nacionalismo populista de izquierda de los años ’60. Ramos adopta aquí, como en gruesa filigrana, una visión y una perspectiva encendidamente entusiasta pero encendidamente crítica con respecto al peronismo revolucionario que habría de esperar a la década siguiente para presenciar en Ezeiza la Segunda Venida de Perón.
Los lectores de los textos de Ramos de los ’50 advertirán en la presente obra los desplazamientos ocurridos desde Indoamérica (con inflexiones a la José Carlos Mariátegui) hasta la actual Nación Latinoamericana. Del mismo modo, la ideología, en términos muy amplios, es menos marxista de lo que aún el autor querría proclamar, y ya más tercermundista, más latinoamericanizante -como lo es su objeto de estudio-, más atenta a los valores de la peculiaridad histórica continental, valores que muchas veces Ramos infiere, sin mediaciones, de esa peculiaridad misma.
Los primeros ocho capítulos encuentran su desarrollo en los acontecimientos que se extienden desde la expulsión de los musulmanes de España en 1492 hasta la fragmentación política del Río de la Plata con la creación del Uruguay independiente en 1828. Ramos es un buen narrador tradicional, y la suya es una historia narrativa, por más que vaya acompañada por las debidas notas al pie donde escarnece a Stalin y elogia a Trotsky. Hay retratos de los personajes, desde Enrique el Impotente, “cuya discutida virilidad clamaba al cielo”, hasta Julián Segundo de Agüero, “aquel cura ateo y ambiguo togado que le aconsejó sibilinamente [a Lavalle] el fusilamiento de Dorrego”. Son estos caprichosos personajes quienes hacen avanzar la acción, aunque Ramos recuerde hacernos notar que aquellos se ven movidos como peones por los intereses de clase u otras fuerzas tan objetivas como irreprimibles en su propio avance.
Así como otras tantas historias que buscaron ser científicas, la narrativa de Ramos resulta hoy fechada. Esta antigüedad puede ser uno de sus encantos para el lector independiente, y su mayor interés para el historiógrafo, pero convierte a esta Historia de la Nación Latinoamericana en una obra inútil como guía confiable sobre su tema para el público general. Los conocimientos, las fuentes, la bibliografía resultaban ideológicos y nada definitivos hace cuarenta años; esta característica de la obra se ha acentuado todavía más. Sean cuales sean, si existen hoy, los herederos de la tradición de Ramos, tampoco ellos probablemente podrán aceptar hoy su visión de la Historia, y ni siquiera de la historia continental, sin reparos y reparaciones. Ramos es demasiado nacionalista para el gusto de hoy, busca con demasiado tesón los rasgos capaces de otorgar una unidad nacional a espacios que ahora nos resultan sospechosamente multiculturales o multiétnicos (así, elogia a los Reyes Católicos o a las potencialidades de las lenguas quechua y aymará en el Incario).
Fuera de la historia profesional -para la cual la Historia de la Nación Latinoamericana de Ramos se ha vuelto inviable-, en el interior de la izquierda, sea férreamente partidaria o suavemente intelectual, el sistema de reflejos y prejuicios es hoy acaso no más complejo, pero sí muy diverso y aun divergente en sus preferencias y énfasis al de entonces.

Javier de Pablo

Thursday, April 06, 2006

Breve historia de la literatura francesa, por Émile Faguet


El nacimiento de una gran literatura, y la defensa e ilustración de la lengua, han sido los dos elementos esenciales de la unidad de la cultura francesa desde el siglo XIII hasta el XX. La elite francesa ha hecho suya hace más de cuatro siglos la obra de los humanistas, y en adelante quiso imitar la perfección de la forma de los antiguos. Ningún pueblo moderno le acordó más importancia al estilo, a la elocuencia, a la elección de las palabras; Francisco I, Enrique IV, y sus descendientes, fueron escritores clásicos.

¿Por qué es interesante leer la historia de una literatura nacional europea, es decir, desde sus orígenes medievales hasta el siglo XX –ya que todas las europeas tienen sus orígenes en la edad media? En principio, porque la de Émile Faguet (1847-1916) es una historia literaria escrita por una persona que no leyó nada de segunda mano sino que leyó todos los textos que la conforman. Y que además lo hace sin notas al pie, ni bibliografías, sino por un gusto por lo concreto, que finalmente son las obras mismas. La historia literaria que Faguet publicó en 1913 es una historia narrativa aunque no evolutiva, una historia personal pero que no dictada por el capricho, sino justamente que tiene la capacidad para formular juicios singulares, interesantes, y argumentar sobre todos los períodos y sobre todos los autores, de un modo cuyas conclusiones sorprenden siempre. Faguet no acepta ni una sola de las generalidades de los manuales, y cuando alguna de ella aparece, lo hace revitalizada, bajo una nueva luz. La conclusión de la obrita, no tiene más de 300 páginas, es que vale más la pena leer otra tragedia de Racine que cuatro tratados sobre el clasicismo. ¿Faguet es liberal, es conservador -entendido esto último como la incertitud radical respecto del futuro? Importa poco. Todo lo que toca este hombre vive, y cuando escribe, es decir cuando toca algo, no toca un libro, sino a un hombre, por eso lo que dice es algo siempre auténtico, genuino. Que esto sea excepcional, que esto resulte sorprendente, habla más de nuestras pobrezas. Faguet, por ejemplo, no le dedica un desarrollo intensivo a Stendhal, ni a Baudelaire –mencionado, además, como parnasiano. No se trata desde luego de omisiones -quién hoy puede acusarlo de eso- sino de criterios contemporáneos que quisiéramos imponerle al autor. Faguet quiere comunicar con la nitidez de su lenguaje la riqueza de las distinciones y variaciones, la alegría de la inteligencia, en palabras de Adolfo Bioy Casares. Cada autor, a la luz de esta historia, es distinto de cualquier otro, y se lo ve perfilado, nítido. La lectura que emprende Faguet es siempre antirrepresentativa. Las figuras que toma nunca son un avatar de algo, sino que valen por derecho propio, por eso su lectura enriquece nuestro entendimiento de la realidad.

André Gide, Azorín hablaron muy mal de Faguet. Y otro gran crítico, Albert Thibaudet, dijo lo siguiente: “Faguet conoció la literatura francesa desde adentro. No abrió grandes rutas pero recorrió todos los pequeños caminos. El suyo fue un vuelo de caza menor: ideas, sugerencias, construcciones. Sus libros mejores son sus sobre el siglo XVIII, el siglo XIX y Políticos y moralistas del siglo XIX, ellos arrojaron al mercado juicios que eran discutibles, pero que, eso era lo esencial, sabían hacerse discutir. Escribió sobre esas épocas cuatro o cinco libros de una época que sigue siempre viva, en especial porque hemos vivido en contra de ellos. El mismo creyó desde siempre que la facultad dominante de su espíritu era el arte de las preparaciones en el sentido anatómico: es decir, la presentación, la descomposición de un autor para su estudio. Pero de un autor muerto. Hay que desconfiar de la inteligente brochette de ideas con la que se descompone a un Calvino, a un Rousseau, a un Royer-Collard, a un Tocqueville, a un Proudhon. Sería difícil imaginar algo más antitético que estas preparaciones anatómicas para la historia natural de los espíritus, tal como la entendía Sainte-Beuve”. Y justamente Faguet, en las últimas páginas de esta pequeña historia, termina la descripción de un sucesor de Sainte-Beuve con estas palabras: "Renan era un hombre feliz, gozó en vida de una gloria sin mácula y, como si le hubiera faltado una recompensa suprema y definitiva, hoy lo injurian abundamentemente los imbéciles. A él le hubiera encantado".

Sergio Di Nucci