Thursday, March 30, 2006
Las aguas de la sed: o por qué la ironía nunca conquista el mundo
Entre las esculturas y telas expuestas en Devon (Inglaterra del Sur) en julio de 2005 durante el Festival de Arte Moderno, se hallaba una composición del artista conceptual norteamericano Wayne Hill. La obra se esforzaba por criticar al presidente de Estados Unidos, George W. Bush. Su título: “Arma de destrucción masiva”. Se trataba de una botella de plástico con agua que, se señalaba, había sido traída de la Antártida. Colocada sobre un pedestal, esta botella se ofrecía, además, como símbolo de los peligros del recalentamiento global. Justamente, ese día de verano en Devon hacía mucho calor. Un visitante, seguramente profano en arte moderno, creyó que era una botella de agua mineral más -y para su satisfacción vio que estaba casi llena. Así que aplacó su sed bebiéndose toda el agua. Nadie supo quién fue el santo bebedor, pero sin duda ignoraba que lo que bebió se tasaba en más de 63 mil euros. Cuentan que el artista lloraba. "Estaba ahí y de repente desapareció", repetía con incredulidad y desconsuelo. Sus amigos, solidarios, le propusieron sin maldad ni ironía que rellene la botella con sus lágrimas. Pero entonces Wayne Hill dejó de llorar.
Sergio Di Nucci
Monday, March 27, 2006
El camino de toda carne, o la literatura infanto juvenil
Como la contracepción, como los profilácticos, la literatura infanto-juvenil es tanto mejor cuanto más imperceptible. Es decir, cuanto menos se nota que fue escrita por adultos moralistas para la edificación de niños y adolescentes a quienes se supone tan dóciles como despistados. No es el caso The Watcher (New York: Atheneum, 1997), el libro de James Howe que resulta difícil llamar novela por su trama evanescente y entresoñada. Son 173 páginas muy contemplativas. En cada una de ellas el autor hace honor a su título. Siempre hay verbos que denotan la acción de mirar, y hasta de vigilar. Los personajes miran, ven o no ven, son observados, y, las más de las veces, son ninguneados por ojos que buscan horizontes que no están, nunca, muy cerca.
La historia central de The Watcher es la que leímos una y otra vez en los 1980s, a la mejor manera de Family Dancing (1985) de David Leavitt. Todas las familias que parecen más felices son las más desgraciadas. Cuando tus papás se divorcian, te encerrás a solas con un solo juguete: tu fantasía. Una fantasía llena de pijamas con dinosaurios y arenas movedizas, mientras en la televisión encendida un terráqueo agoniza en un film de ciencia-ficción. O, si tuviste suerte, y tus padres fueron buenos antes de divorciarse y separarte del hermanito que tanto les habías pedido, tu fantasía será alimentada con libros de James Howe. Porque The Watcher es la primera novela que Howe escribe para adolescentes, después de más de 50 títulos dedicados a los niños. En la vejez, Howe nos regalará su opus posthumum, una historia de adulterio alcohólico y suburbano para adultos a secas, una especie de versión hardcore de The Watcher. Sin embargo, por una confirmación quizás involuntaria de las teorías de los evolucionistas victorianos, en The Watcher quedan atavismos, restos fósiles del pasado de Howe como literato infantil. En cursiva, intercalada con la historia principal, hay otra, a veces escandida como si estuviera en verso, "demasiado fuerte / demasiado mágica / como para que alguien la resista" (p. 82).
La literatura infanto-juvenil (o para adultos jóvenes) cumple una nítida función social. Proporciona a las y los enseñantes de esa escuela tan verdaderamente media un conjunto de textos que no requieren ninguna explication de texte. Los y las adolescentes pueden ser obligados a leerlos, y cuando digan "no entiendo" siempre los vamos a castigar, porque están diciendo una mentira. En la literatura infanto-juvenil se entiende todo. Hay que reconocer que The Watcher es de lectura más fácil que El Poema de Mío Cid, El Lazarillo de Tormes, El Matadero, El Capitán Veneno, e incluso que El frasquito, Sebregondi retrocede, El Entenado o Plata Quemada, esos nuevos clásicos instantáneos de las escuelas secundarias argentinas. Hay que decir, también, que, a pesar de tantas facilidades, ni siquiera The Watcher quedaría huérfano de explicaciones: son las que demandan su contexto norteamericano, su esplendor de clintonismo y boom económico. La ficha del libro destinada a la Biblioteca del Congreso de Washington nos revela todo sobre los propósitos de Howe: Catalogar bajo "Family Problems, Fiction" y "Beaches, Fiction". La comparación se vuelve ineludible, y demuestra que las obras de autores infanto-juveniles argentinos son difíciles de sustituir (y aquí, como en todo lo infanto-juvenil, los rosarinos se han destacado).
Javier de Pablo
Friday, March 24, 2006
La corrección
Es una costumbre pensar, incluso en Argentina, que las ideas, buenas o malas, se combaten bajo una única forma: con ideas. Este principio banal y fundante, este lugar común de primer orden, deja cada vez más de serlo justamente en el lugar, en el espacio geográfico donde mejor se han promovido los valores (o los mitos, según quien los juzgue) con lo cuales se ha identificado Occidente en materia de libertades individuales. Ese lugar es Europa. A los casos epónimos de Oriana Fallaci y Alain Finkielkraut se agregan otros –recordemos que a la periodista italiana la juzgaron en tribunales por escribir que la inmigración árabe-musulmana resultaba una amenaza para la supervivencia de Europa, al filósofo francés estuvo a punto de ocurrirle lo mismo al cargar contra los magrebinos de la banlieue parisina. No hace tanto se dio a conocer el arresto del historiador negacionista David Irving, sobre la base de una ley austríaca que castiga la negación de la Shoah. Y luego los dos últimos casos de una larga cadena: el de Francia, donde por ley se exige que en las escuelas las maestras y profesores difundan el rol "positivo" del Imperio francés en sus colonias –aunque hubo luego un marcha atrás. Y el de República Checa, donde se ha penalizado negar que existió "genocidio" durante el pasado comunista del país.
Desde luego, parece no importar que las ideas que pueden llevar a la cárcel sean de derecha o de izquierda, o lo que hoy se entiende por eso. La cuestión, por su peso, excede el análisis de las buenas o malas razones, de las buenas o malas intenciones que existen para convertir una idea en un crimen (en el caso francés, la incorporación de las vacunas en las vastas zonas donde no se las conocía; en el caso checo, los asesinatos del régimen comunista, que sin embargo no derivó en "genocidio", palabra mayor). Todo más bien cae bajo las fauces chirles de lo políticamente correcto. Que conduce a imponer por ley las versiones de la Historia. Una ideología, la de la corrección política, que es tanto más peligrosa porque se presenta como progre y hasta de izquierda. Cuando amenazar con el encierro --y el peso de la ley-- por lo que uno expresa es hasta de una caricatura del totalitarismo en los inevitables films futuristas. El principio básico de "decir todo, censurar nada", ese lema fundante del liberalismo, se ha vuelto ahora radical, de cara al mundo indignadamente represor de lo políticamente correcto. Y por último, ¿qué efectos buscan quienes quieren forjar por ley una Historia a-histórica, de escuela primaria, legalista e institucional?
Sergio Di Nucci
Tuesday, March 21, 2006
Música y novelas inglesas. A propósito de Music and Silence de Rose Tremain
En el siglo XIX y aun en el XX, la novela de gran consumo fue siempre social. La vida del grupo, las relaciones del individuo con la colectividad ocupan allí un lugar mayor que las ensoñaciones de paseantes o conciencias solitarias. En la novela inglesa, el éxito de Dickens, pero también de Trollope, Bennett y Galsworthy se debe a sus capacidades y a su destreza para organizar aventuras donde las masas están en un fondo cuya irrupción es siempre inminente y amenazante. Si en el siglo XX la novela de la segunda posguerra ha perdido estas habilidades, si cuando lo intenta fracasa con estruendo como Martin Amis, una excepción notable ha sido la novela histórica. Music & Silence (publicó en Londres Chatto & Windus en 1999) no es la primera de Rose Tremain. Su best-seller Restoration había procurado mimetizarse con todos los brillos de la primera época empecinadamente brillante de la historia inglesa, el destape monárquico, católico y orgiástico que sucedió al fin del puritanismo en el poder.
El protagonista de Music & Silence es un intérprete de laúd, Peter Claire, que se une a la orquesta de la corte de Dinamarca en el siglo XVII, durante el reinado de Christian IV. La intriga, como algunas formas musicales, es una proposición a cuatro términos que amenaza con transformarse en ese paralogismo llamado quaterno terminorum, ese silogismo falaz porque un término está usado con dos sentidos. La esposa de Christian, Kirsten, confía al látigo de un conde su clímax sexual, y luego confía al papel el relato de su cristiana pasión y flagelación. La criada de Kirsten, Emilia, vive un amor correspondido con Peter. Descubierto el adulterio, Kirsten es expulsada, y se lleva a Emilia en su fuga. Peter no puede seguirla, porque --es el cuarto término falso (o un subrepticio quinto) de la falacia-- el rey lo retiene. Lo retiene por su música, pero también porque vive con él una amitié amoureuse, donde debaten en intimidad la dialéctica de la atracción y las finanzas del reino, en esas bodas no consumadas de amor y economía omnipresentes en los sonetos de Shakespeare y tantos textos del s. XVII de los que Music & Silence multiplica los ecos.
La ejecución de la novela está a la altura de las circunstancias de su concepción. Es decir que el estilo es ajustado y elástico a la vez, sin permitirse demasiados excesos en el pastiche de época. Consigue el ritmo necesario para los contrastes que se propone trazar entre el mundo de la corte y el exterior, la música y el silencio, los amos y los siervos, los frescos históricos y las intimidades femeninas. Es una novela histórica políticamente correcta, posterior a la liberación de la mujer. También pertenece al punto más alto del middle brow, cuando se derrumba el muro que separa a las producciones para las clases medias de la literatura a secas. Es una novela histórica que gustará a las lectoras macho y hembra del género. Pero que también puede ser envasada como literatura contemporánea, para ser saludada así por el British Council y los suplementos culturales de los diarios.
Javier de Pablo
El protagonista de Music & Silence es un intérprete de laúd, Peter Claire, que se une a la orquesta de la corte de Dinamarca en el siglo XVII, durante el reinado de Christian IV. La intriga, como algunas formas musicales, es una proposición a cuatro términos que amenaza con transformarse en ese paralogismo llamado quaterno terminorum, ese silogismo falaz porque un término está usado con dos sentidos. La esposa de Christian, Kirsten, confía al látigo de un conde su clímax sexual, y luego confía al papel el relato de su cristiana pasión y flagelación. La criada de Kirsten, Emilia, vive un amor correspondido con Peter. Descubierto el adulterio, Kirsten es expulsada, y se lleva a Emilia en su fuga. Peter no puede seguirla, porque --es el cuarto término falso (o un subrepticio quinto) de la falacia-- el rey lo retiene. Lo retiene por su música, pero también porque vive con él una amitié amoureuse, donde debaten en intimidad la dialéctica de la atracción y las finanzas del reino, en esas bodas no consumadas de amor y economía omnipresentes en los sonetos de Shakespeare y tantos textos del s. XVII de los que Music & Silence multiplica los ecos.
La ejecución de la novela está a la altura de las circunstancias de su concepción. Es decir que el estilo es ajustado y elástico a la vez, sin permitirse demasiados excesos en el pastiche de época. Consigue el ritmo necesario para los contrastes que se propone trazar entre el mundo de la corte y el exterior, la música y el silencio, los amos y los siervos, los frescos históricos y las intimidades femeninas. Es una novela histórica políticamente correcta, posterior a la liberación de la mujer. También pertenece al punto más alto del middle brow, cuando se derrumba el muro que separa a las producciones para las clases medias de la literatura a secas. Es una novela histórica que gustará a las lectoras macho y hembra del género. Pero que también puede ser envasada como literatura contemporánea, para ser saludada así por el British Council y los suplementos culturales de los diarios.
Javier de Pablo
Saturday, March 18, 2006
Elemental, Dr. Freud
Acaba de salir en Alemania una monumental biografía de Max Weber, en que su obra –no su vida- es analizada en base a “poluciones nocturnas, eyaculaciones precoces, ausencia de erecciones, dramática lucha con tentaciones onanistas”. Estos episodios son justamente las llaves interpretativas del complejo y sofisticado sistema filosófico de Weber: era inevitable que Weber describiera magistralmente el desencantamiento del mundo, porque, ante todo, Weber era un “maníaco-depresivo”. ¿Por qué este filósofo alemán enfatizó el politeísmo de los valores? Por la “privación del seno materno a la que fue sometido". ¿La importancia de la religiosidad en la obra? “Sus mórbidas patologías sexuales”. Desde ahora, la vida picante de Weber da qué pensar sobre otras grandes obras, y sus autores: “¿Y qué hay de esa famosa invocación ambigua y alusiva que cierra el Manifiesto del partido comunista, “proletarios de todo el mundo, uníos”? ¿No rebela eventualmente una secreta y reprimida propensión orgiástica del dúo (latentemente homo) de Marx y Engels?”, se pregunta Pierluigi Battista en el Corriere de la Sera.
Sergio Di Nucci
Thursday, March 16, 2006
La docta ignorancia
¿Un blog sobre libros? No del todo. Quien espere encontrar aquí un sustituto en español del Times Literary Supplement o de la New York Review of Books, un detalle puntual y puntilloso de las principales novedades bibliográficas, quedará sin duda desilusionado.
Más bien, y como de costumbre, se trata apenas de dar rienda suelta a nuestros caprichos: algunos textos que atesoramos con cariño y a los que volvemos una y otra vez, cierta frase que nos llama la atención, un párrafo cuyo sentido se sustrae a nuestros empeños interpretativos, el paciente seguimiento de una idea a través de sus múltiples metamorfosis, la arbitrariedad del gusto combinada con el rigor del argumento. En fin, el placer de la lectura (y de la relectura), una de las "bellas artes" sumida en el olvido a causa de este agitado mundo actual, cargado de un apresuramiento sin pausas ni propósito.
No podemos predecir a priori el tono o el contenido de nuestra flamante empresa. Que podamos en cambio, más temprano que tarde, anticipar algunas críticas dice bastante de la mala fe que persiste en ciertos ámbitos, adherida como está, sin redención posible, a la idiosincrasia argentina.
Digámoslo entonces de una buena vez: el único estándar que nuestras disquisiciones pretenderán cumplir es el de nuestra subjetividad lisa y llana. Nos interesa poco la reivindicación de la claridad y de la simplicidad que se esgrime en ciertos cuarteles periodísticos. Y no nos convencen las declamaciones de seriedad y de conocimiento que tanto abundan en las aulas y los papers universitarios. No porque no creamos en ellas. Somos gente básicamente anticuada, capaces de admirar las ideas claras y distintas como un horizonte al que debiéramos aspirar más que por cualquier nostalgia del cartesianismo.
Pero justamente eso es lo que este doble interdicto tiende a barrer bajo la alfombra. La claridad que imponen las redacciones editoriales presupone siempre el hecho de que hay que escribir para el más bajo denominador común, como si abstraer dicho denominador fuera posible en primera instancia. No quisiéramos (y no lo haremos) subestimar al lector con esa suerte de paternalismo “benévolo”. Además, no hace falta extenderse demasiado sobre los resultados de semejante criterio: un fárrago de generalidades, la homogeneización de la escritura -que en su carencia de rasgos distintivos, constituye la negación determinada de cualquier idea de estilo-, y un contenido tan falto de compromiso, tan incapaz de generar el menor estímulo que, si cambiáramos una parte del texto y se la adjudicáramos al titular de la columna de al lado, si reemplazáramos tan sólo los nombres propios, nadie notaría la diferencia. En ese juego de sustituciones, donde lo que se dice de un libro es válido para cualquier otro porque de ninguno se dice nada sustantivo, se debate el género actual de la reseña bibliográfica.
Las cosas no son mejores en la academia, aunque cada tanto aparezcan excepciones que logren restringir nuestro desaliento. Allí la seriedad se mide por la cantidad de notas al pie, la jerga abstrusa y las apelaciones a unas cuantas “novedades teóricas” que, ¡oh casualidad!, siempre provienen del mismo país. Una suerte de “docta ignorancia” con resultados opuestos a los que esperaba el bueno de Nicolás de Cusa: cuanto más encendida la “retórica de la sabiduría”, menor conciencia de la propia ignorancia.
En nuestros días, hacer una carrera se parece mucho a la adquisición de títulos de nobleza. Claro que aggiornados bajo la forma, eminentemente mercantil, de la licenciatura, la maestría y el doctorado. Con algo de fortuna, y buenas relaciones públicas, se obtendrá un pasar razonable en alguno de nuestros simpáticos feudos -la cátedra, el CONICET- que atestiguan nuestras venerables instituciones de investigación y de educación superior. Y como corresponde a toda aristocracia que se precie de tal, un pacto de caballeros sellará nuestros labios a la hora de denunciar los disparates inadmisibles del nuevo libro de algún colega egregio.
Entiéndase bien. Nuestra diatriba nada tiene que ver con las personas (tenemos nuestras simpatías y antipatías como todo el mundo). Ni siquiera con esos espacios en sí mismos (donde también nosotros, como cualquier hijo de vecino, nos ganamos la vida). Apunta más bien a un conjunto de condiciones estructurales que han reducido esos lugares a un pálido reflejo de lo que algunas vez prometieron ser.
No nos corresponde a nosotros transformar esas condiciones. Hacemos las cosas lo mejor que podemos desde el lugar que nos toca. Pero sí aspiramos a generar con el blog un espacio que se vea razonablemente libre de esas presiones, que por ende evite ciertos vicios que se han afianzado en ambos tipos de prácticas. Una comunidad de comunicación libre de dominación, como la denominó alguna vez cierto célebre filósofo contemporáneo. Por eso, en una última consideración, nos vemos obligados a aclarar que subjetividad no significa solipsismo. Nada nos agrada más que un buen argumento, un debate fructífero, una acotación que nos obligue a revisar nuestros propios presupuestos. De ustedes depende. Mientras tanto, pasen y vean.
Norberto Cambiasso
Más bien, y como de costumbre, se trata apenas de dar rienda suelta a nuestros caprichos: algunos textos que atesoramos con cariño y a los que volvemos una y otra vez, cierta frase que nos llama la atención, un párrafo cuyo sentido se sustrae a nuestros empeños interpretativos, el paciente seguimiento de una idea a través de sus múltiples metamorfosis, la arbitrariedad del gusto combinada con el rigor del argumento. En fin, el placer de la lectura (y de la relectura), una de las "bellas artes" sumida en el olvido a causa de este agitado mundo actual, cargado de un apresuramiento sin pausas ni propósito.
No podemos predecir a priori el tono o el contenido de nuestra flamante empresa. Que podamos en cambio, más temprano que tarde, anticipar algunas críticas dice bastante de la mala fe que persiste en ciertos ámbitos, adherida como está, sin redención posible, a la idiosincrasia argentina.
Digámoslo entonces de una buena vez: el único estándar que nuestras disquisiciones pretenderán cumplir es el de nuestra subjetividad lisa y llana. Nos interesa poco la reivindicación de la claridad y de la simplicidad que se esgrime en ciertos cuarteles periodísticos. Y no nos convencen las declamaciones de seriedad y de conocimiento que tanto abundan en las aulas y los papers universitarios. No porque no creamos en ellas. Somos gente básicamente anticuada, capaces de admirar las ideas claras y distintas como un horizonte al que debiéramos aspirar más que por cualquier nostalgia del cartesianismo.
Pero justamente eso es lo que este doble interdicto tiende a barrer bajo la alfombra. La claridad que imponen las redacciones editoriales presupone siempre el hecho de que hay que escribir para el más bajo denominador común, como si abstraer dicho denominador fuera posible en primera instancia. No quisiéramos (y no lo haremos) subestimar al lector con esa suerte de paternalismo “benévolo”. Además, no hace falta extenderse demasiado sobre los resultados de semejante criterio: un fárrago de generalidades, la homogeneización de la escritura -que en su carencia de rasgos distintivos, constituye la negación determinada de cualquier idea de estilo-, y un contenido tan falto de compromiso, tan incapaz de generar el menor estímulo que, si cambiáramos una parte del texto y se la adjudicáramos al titular de la columna de al lado, si reemplazáramos tan sólo los nombres propios, nadie notaría la diferencia. En ese juego de sustituciones, donde lo que se dice de un libro es válido para cualquier otro porque de ninguno se dice nada sustantivo, se debate el género actual de la reseña bibliográfica.
Las cosas no son mejores en la academia, aunque cada tanto aparezcan excepciones que logren restringir nuestro desaliento. Allí la seriedad se mide por la cantidad de notas al pie, la jerga abstrusa y las apelaciones a unas cuantas “novedades teóricas” que, ¡oh casualidad!, siempre provienen del mismo país. Una suerte de “docta ignorancia” con resultados opuestos a los que esperaba el bueno de Nicolás de Cusa: cuanto más encendida la “retórica de la sabiduría”, menor conciencia de la propia ignorancia.
En nuestros días, hacer una carrera se parece mucho a la adquisición de títulos de nobleza. Claro que aggiornados bajo la forma, eminentemente mercantil, de la licenciatura, la maestría y el doctorado. Con algo de fortuna, y buenas relaciones públicas, se obtendrá un pasar razonable en alguno de nuestros simpáticos feudos -la cátedra, el CONICET- que atestiguan nuestras venerables instituciones de investigación y de educación superior. Y como corresponde a toda aristocracia que se precie de tal, un pacto de caballeros sellará nuestros labios a la hora de denunciar los disparates inadmisibles del nuevo libro de algún colega egregio.
Entiéndase bien. Nuestra diatriba nada tiene que ver con las personas (tenemos nuestras simpatías y antipatías como todo el mundo). Ni siquiera con esos espacios en sí mismos (donde también nosotros, como cualquier hijo de vecino, nos ganamos la vida). Apunta más bien a un conjunto de condiciones estructurales que han reducido esos lugares a un pálido reflejo de lo que algunas vez prometieron ser.
No nos corresponde a nosotros transformar esas condiciones. Hacemos las cosas lo mejor que podemos desde el lugar que nos toca. Pero sí aspiramos a generar con el blog un espacio que se vea razonablemente libre de esas presiones, que por ende evite ciertos vicios que se han afianzado en ambos tipos de prácticas. Una comunidad de comunicación libre de dominación, como la denominó alguna vez cierto célebre filósofo contemporáneo. Por eso, en una última consideración, nos vemos obligados a aclarar que subjetividad no significa solipsismo. Nada nos agrada más que un buen argumento, un debate fructífero, una acotación que nos obligue a revisar nuestros propios presupuestos. De ustedes depende. Mientras tanto, pasen y vean.
Norberto Cambiasso