Tuesday, June 20, 2006

Santiago de Chile, junio de 2006.



En una primera impresión, desde luego estereotípica, Santiago de Chile parece una ciudad masculina, a diferencia de ese eterno femenino que es Buenos Aires. Los bares de piernas, el humor extremado, infantil y sexual de los santiaguinos, el orgullo patrio, la afición por los alcoholes, las miradas que saben ser arteras... En el bar Munich, casi Ñuñoa, domingo a la noche, un hombre canta encima de un bolero, se sube a la mesa, señala vagamente la calle. Hay cuatro o cinco hombres, también ebrios o semi-ebrios, lo miran con atención, lo aprueban, aplauden. Entra una chica delgada y con gorro, pide vino, no se entiende qué cosas dice, su aspecto es el de alguien que lleva días bebiendo. Habla desde el teléfono público. Empieza a llorar, se va. “Lo dejó su novio”, nos dice el hombre que tenemos al lado.
“Santiago sigue siendo un hervidero de la picaresca clásica. Por eso la recurrente proposición de que ‘Santiago es fome’ habla más que nada de la fomedad de quienes la enuncian, por lo general personas demasiado pendientes de la cartelera cultural y poco de la vida que pasa ante sus ojos”. Naturalmente, esa vida muchas veces no es pintoresca sino trágica, o triste. El escritor y periodista santiaguino, Roberto Merino, reunió sus crónicas de esta ciudad que quiere convertirse en la más moderna de Latinoamérica, y apela para ello a un deporte nacional: la destrucción de sus zonas más intensas y tradicionales. El libro se llama Horas perdidas en las calles de Santigo (Sudamericana, 2000, 280 páginas) y en el prólogo el autor señala: “En 1972, cuando tenía diez años y estaba en sexto, la profesora nos dio una tarea para ocupar en algo útil uno de esos extraños momentos de la escolaridad llamados ‘horas libres’: pintar un cuadro realista de cualquier rincón de la ciudad. Yo elegí la plazoleta de la iglesia de San Francisco, al borde de cuya fuente solía sentarme a la salida del colegio a pasar el rato con mis compañeros que esperaban ‘la Canal’ (el micro del recorrido Canal San Carlos, que subía por Providencia para perderse después Tabalada adentro). Tomándome al pie de la letra la petición de realismo, en mi pintura reproduje la palabra ‘pico’ que alguien había escrito en uno de los muros de la iglesia. Por supuesto que este exceso de celo fue pésimamente recibido, pero yo tenía la excusa –sobre todo después, ante el tribunal familiar- de que me habían dicho ‘pinta lo que ves todos los días’.
Es decir, me hice el tonto, porque sé que privadamente disfrutaba la socarronería. El bien del mal lo distinguía a un kilómetro, como también lo decente de lo procaz. De modo que había un temprano ejercicio de hipocresía en la licencia que me tomaba: representé una edificación prestigiosa –la casa del Pobre de Asís y a la vez un hito de la historia de Chile, características meritorias ante los ojos del profesorado- pero encontré la manera de introducir una versión innoble de ‘la voz de la calle’ para satisfacer un tipo de humor que puedo reconocer aún hoy entre mis debilidades”.

Sergio Di Nucci

Thursday, June 08, 2006

De un momento a otro: Historia latinoamericana al instante

"Al momento de escribir este artículo Alberto Fujimori lleva casi cuatro años en el poder", se lee en la página 98 de Historia escrita (Traducción de Laura Emilia Pacheco. México: Plaza y Janés, 2001, 184 páginas) de la periodista mexicana Alma Guillermoprieto. Al momento de redactar este post, en cambio, Fujimori estuvo más de diez años al frente del Perú, fue reelegido dos veces presidente en elecciones generales, vive exilado en Japón, y, desde el 11 de junio de 2001, espera que de un momento a otro llegue el agente de Interpol que lo arreste porque media en su contra una denuncia del Congreso peruano por crímenes contra la humanidad. El paso del tiempo entre los acontecimientos narrados y analizados y el momento de su lectura es tal vez el rasgo más característico del libro periodístico, en el sentido más mejorativo que pueda darse a este adjetivo equívoco, que es Historia escrita. Por cierto, comparte este rasgo con muchos libros; más con aquellos que pueblan las mesas de saldos que con aquellos que despueblan las de novedades. El restricto género al que pertenece es la reflexión sobre el pasado reciente. Es decir, la historia antes que la futurología, el gusto por el pasado antes que por erigirse en orientación sobre los rumbos de una actualidad esquiva aun a las profecías más sabias.
"Si me atrevo a ofrecer a los lectores los textos que conforman este libro", dice Guillermoprieto en la "Introducción" (p.5), es para "recrear" a los "actores políticos de nuestra época". Una época, la nuestra, que está definida en términos temporales amplios. De su pentagonía, Marcos, Evita, El Che, Fidel y Vargas Llosa, la abanderada murió en 1952 y el guerrillero fue asesinado en 1967. En estos dos últimos casos, los artículos que Guillermoprieto propone ganan su actualidad porque se trata de notas bibliográficas (de 1996 y 1997) que reseñan obras, cinematográficas y biográficas, dedicadas en la década de 1990 a biografiar a esas dos personas argentinas exportables par excellence. El artículo sobre Fidel es también ampliamente informado y bibliográfico.
La extensa reseña de 1994 de la autobiografía de Mario Vargas Llosa, El pez en el agua, es una de las mejores piezas que se hayan escrito sobre el exitoso novelista y fallido candidato presidencial peruano. Desde el punto de vista político, sin embargo, despertará, inevitablemente, sonrisas en algunos lectores profetas del pasado, sobre todo cuando Guillermoprieto explica, con las razones más plausibles que se conseguían en 1994, cómo no se debe hacer campaña política en el Perú. Porque Alejandro Toledo acabó por ganarle las elecciones presidenciales peruanas, con el apoyo de Vargas Llosa, y un programa económico neoliberal nada desemejante, a un Alan García al que se había declarado muerto más allá de toda resurrección cardíaca.
Los dos artículos sobre el zapatista Marcos demuestran parejos poderes analíticos, aunque casi todo lo que se dice aquí puede leerse, es cierto que menos condensadamente, en otros lados. Tampoco puede reprochársele a su autora todo lo ocurrido después, como que ya estemos del otro lado de esa larga marcha sobre México DF cuyo anuncio es el gran interrogante de la página 181 y final del libro.
La traducción española de una obra tan latinoamericana escrita en inglés, que avanza desde el Cono Sur hasta México, eligió la vía de un lenguaje al mejor estilo MTV latino, reconocible por todos y no filiable por nadie. A veces, sin embargo, no tan reconocible, por imperio del anglicismo: se llama "deuda exterior" a la deuda externa, "confederaciones laborales" a los sindicatos; hay otros desafíos a la inteligencia del lector. También hay descuidos: Miguel Gutiérrez Correa (p. 83) se convierte en la misma página en González Correa, etc.
En suma, a favor de Historia Escrita obra en primer lugar el valor intrínseco del libro, pero no su actualidad. En segundo lugar, su muy razonable extensión, que permite a quienes no leen o no coleccionan The New York Review of Books tener entre dos tapas y en latino una útil antología de temas hispanoamericanos, ellos sí de actualidad en sentido amplio, desde una no menos razonable posición liberal.

Javier de Pablo

Sunday, June 04, 2006

Si Loach confunde historia con ficción


Hombre de izquierda, el cineasta británico Ken Loach, reciente triunfador en el Festival de Cannes, juzga culpable de “máxima traición” al Partido Laborista. No al actual, guiado por Tony Blair: eso se da por descontado. Sino al de los años 80s, mucho más de izquierda. Entrevistado por Tom Behan para la revista de historia Zapruder (Ediciones Odradek), Loach afirma que, en ese entonces, “los dirigentes laboristas estaban por la ruina de los mineros y la victoria de Thatcher” en el dilema sindical que dividía al país. Además, deduce el director, “su proyecto fue siempre salvaguardar el capitalismo”.
Hay más. Evocando su film sobre la guerra de España Tierra y Libertad, Loach revela que Stalin quiso sofocar los movimientos revolucionarios ibéricos, “porque estaba tejiendo lazos económicos con Occidente”. En realidad, agrega, la propaganda sobre la amenaza soviética era “ridícula”, porque la experiencia española demostraba ampliamente que Moscú no tenía intenciones agresivas reales. Por eso la guerra fría, según Loach, fue, toda ella, una gigantesca “burla” dirigida a la opinión pública. La guerra civil en Grecia, el golpe de Praga, el bloqueo de Berlín, Corea, Budapest 1956, la crisis de los misiles en Cuba: puro humo en los ojos de aquellos ingenuos que creyeron en la contraposición entre la Urss y Occidente.
¿Qué decir? A Loach no le falta pasión, además de talento artístico. Pero acaso ame demasiado su trabajo de cineasta. Al punto de trocar la historia con la ficción.

Antonio Carioti (para el C.d.S., 3 de junio de 2006).