Era el hijo que anhelan las madres: amoroso y adorable, inteligente y aplicadísimo, gentil con los mayores, cariñoso con los animales (y en especial, ay, con los cisnes), respetuoso de sus padres. Pero algo horrible sucede y el charming boy se convierte de grande en lo peor (después de la homosexualidad) que le puede pasar a los padres de un varoncito: saber que su hijo se convirtió en caníbal. Y además en el caníbal más famoso, porque sabe ser el más peligroso. De esto trata la nueva novela del norteamericano Thomas Harris, la cuarta de la serie, Hannibal Rising, dedicada a la niñez y adolescencia de la criatura más famosa del escritor, Hannibal Lecter.
Estará en estos días en las librerías inglesas y norteamericanas, con una operación editorial y de marketing que recuerda a la de Harry Potter. El éxito parece asegurado: porque el argumento es picante y grotesco, y porque, es opinión general, está muy bien escrito. La editorial le hizo firmar a Harris un contrato de tres páginas en que se lo obligaba a no escribir ni hablar del libro antes de la publicación. El volumen ha sido entregado en mano, envuelto en un anónimo papel de embalaje. Nada parece librado al azar: mientras Harris escribía su libro, también colaboraba en la adaptación fílmica de la novela, que en febrero podrá verse en los cines norteamericanos.
S. D.
Wednesday, December 13, 2006
Saturday, December 02, 2006
La partida
Yo me acerco a la puerta y grito:
-¡Doña Isabel! ¡Doña Isabel!
Luego vuelvo a entrar en la estancia y me siento con un gesto de cansancio, de tristeza y de resignación. La vida, ¿es una repetición monótona, inexorable, de las mismas cosas con distintas apariencias? Yo estoy en mi cuarto; el cuarto es diminuto; tiene tres o cuatro pasos en cuadro; hay en él una mesa pequeña, un lavabo, una cómoda, una cama. Yo estoy sentado junto a un ancho balcón que da a un patio; el patio es blanco, limpio, silencioso. Y una luz suave, sedante, cae a través de unos tenues visillos y baña las blancas cuartillas que destacan sobre la mesa. Yo vuelvo a acercarme a la puerta y torno a gritar:
-¡Doña Isabel! ¡Doña Isabel!
Y después me siento otra vez con el mismo gesto de cansancio, de tristeza y de resignación. Las cuartillas esperan inmaculadas los trazos de la pluma; en medio de la estancia, abierta, destaca una maleta. ¿Dónde iré yo, una vez más, como siempre, sin remedio ninguno, con mi maleta y mis cuartillas? Y oigo en el largo corredor unos pasos lentos, suaves. Y en la puerta aparece una anciana vestida de negro, limpia, pálida.
-Buenos días, Azorín.
-Buenos días, doña Isabel.
Y nos quedamos un momento en silencio. Yo no pienso en nada; yo tengo una profunda melancolía. La anciana mira inmóvil, desde la puerta, la maleta que aparece en el centro del cuarto.
-¿Se marcha usted, Azorín?
Yo le contesto:
-Me marcho, doña Isabel.
Ella replica:
-¿Dónde se va usted, Azorín? Yo le contesto:
-No lo sé, doña Isabel.
Y transcurre otro breve momento de un silencio denso, profundo. Y la anciana, que ha permanecido con la cabeza un poco baja, la mueve con un ligero movimiento, como quien acaba de comprender, y dice:
-¿Se irá usted a los pueblos, Azorín?
-Sí, sí, doña Isabel -le digo yo-; no tengo más remedio que marcharme a los pueblos.
Los pueblos son las ciudades y las pequeñas villas de La Mancha y de las estepas castellanas que yo amo; doña Isabel ya me conoce; sus miradas han ido a posarse en los libros y cuartillas que están sobre la mesa. Luego me ha dicho:
-Yo creo, Azorín, que esos libros y esos papeles que usted escribe le están a usted matando. Muchas veces -añade sonriendo- he tenido la tentación de quemarlos todos durante alguno de sus viajes.
Yo he sonreído también.
-¡Jesús, doña Isabel! -he exclamado fingiendo un espanto cómico-. ¡Usted no quiere creer que yo tengo que realizar una misión sobre la tierra!
-¡Todo sea por Dios! -ha replicado ella, que no comprende nada de esta misión.
Y yo, entristecido, resignado con esta inquieta pluma que he de mover perdurablemente y con estas cuartillas que he de llenar hasta el fin de mis días, he contestado:
-Sí, todo sea por Dios, doña Isabel.
Después ella junta sus manos con un ademán doloroso, arquea las cejas y suspira:
-¡Ay, Señor!
Y ya este suspiro que yo he oído tantas veces, tantas veces en los viejos pueblos, en los caserones vetustos, a estas buenas ancianas vestidas de negro; ya este suspiro me trae una visión neta y profunda de la España castiza. ¿Qué recuerda doña Isabel con este suspiro? ¿Recuerda los días de su infancia y de su adolescencia, pasados en alguno de estos pueblos muertos, sombríos? ¿Recuerda las callejuelas estrechas, serpenteantes, desiertas, silenciosas? ¿Y las plazas anchas, con soportales ruinosos, por las que de tarde en tarde discurre un perro o un vendedor se para y lanza un grito en el silencio? ¿Y las fuentes viejas, las fuentes de granito, las fuentes con un blasón enorme, con grandes letras, en que se lee el nombre de Carlos V o Carlos III? ¿Y las iglesias góticas, doradas, rojizas, con estas capillas de las Angustias, de los Dolores o del Santo Entierro, en que tanto nuestras madres han rezado y han suspirado? ¿Y las tiendecillas hondas, lóbregas, de merceros, de cereros, de talabarteros, de pañeros, con las mantas de vivos colores que flamean al aire? ¿Y los carpinteros -estos buenos amigos nuestros- con sus mazos que golpean sonoros? ¿Y las herrerías -las queridas herrerías- que llenan desde el alba al ocaso la pequeña y silenciosa ciudad con sus sones joviales y claros? ¿Y los huertos y cortinales que se extienden a la salida del pueblo, y por cuyas bardas asoma un oscuro laurel o un ciprés mudo, centenario, que ha visto indulgente nuestras travesuras de niño? ¿Y los lejanos majuelos a los que hemos ido de merienda en las tardes de primavera y que han sido plantados acaso por un anciano que tal vez no ha visto sus frutos primeros? ¿Y las vetustas alamedas de olmos, de álamos, de plátanos, por las que hemos paseado en nuestra adolescencia en compañía de Lolita, de Juana, de Carmencita o de Rosarito? ¿Y los cacareos de los gallos que cantaban en las mañanas radiantes y templadas del invierno? ¿Y las campanadas lentas, sonoras, largas, del vetusto reloj que oíamos desde las anchas chimeneas en las noches de invierno?
Yo le digo al cabo a doña Isabel:
-Doña Isabel, es preciso partir.
Ella contesta:
-Sí, sí, Azorín; si es necesario, vaya usted.
Después yo me quedo solo con mis cuartillas, sentado ante la mesa, junto al ancho balcón por el que veo el patio silencioso, blanco. ¿Es displicencia? ¿Es tedio? ¿Es deseo de algo mejor que no sé lo que es, lo que yo siento? ¿No acabará nunca para nosotros, modestos periodistas, este sucederse perdurable de cosas y de cosas? ¿No volveremos a oír nosotros, con la misma sencillez de los primeros años, con la misma alegría, con el mismo sosiego, sin que el ansia enturbie nuestras emociones, sin que el recuerdo de la lucha nos amargue, estos cacareos de los gallos amigos, estos sones de las herrerías alegres, estas campanadas del reloj venerable, que entonces escuchábamos? ¿Nuestra vida no es como la del buen caballero errante que nació en uno de estos pueblos manchegos? Tal vez, si, nuestro vivir, como el de don Alonso Quijano el Bueno, es un combate inacabable, sin premio, por ideales que no veremos realizados... Yo amo esa gran figura dolorosa que es nuestro símbolo y nuestro espejo. Yo voy -con mi maleta de cartón y mi capa- a recorrer brevemente los lugares que él recorriera.
Lector: perdóname; mi voluntad es serte grato; he escrito ya mucho en mi vida; veo con tristeza que todavía he de escribir otro tanto. Lector: perdóname; yo soy un pobre hombre que, en los ratos de vanidad, quiere aparentar que sabe algo, pero que en realidad no sabe nada.
Azorin, en La ruta de Don Quijote.
(posted by S. D.)
-¡Doña Isabel! ¡Doña Isabel!
Luego vuelvo a entrar en la estancia y me siento con un gesto de cansancio, de tristeza y de resignación. La vida, ¿es una repetición monótona, inexorable, de las mismas cosas con distintas apariencias? Yo estoy en mi cuarto; el cuarto es diminuto; tiene tres o cuatro pasos en cuadro; hay en él una mesa pequeña, un lavabo, una cómoda, una cama. Yo estoy sentado junto a un ancho balcón que da a un patio; el patio es blanco, limpio, silencioso. Y una luz suave, sedante, cae a través de unos tenues visillos y baña las blancas cuartillas que destacan sobre la mesa. Yo vuelvo a acercarme a la puerta y torno a gritar:
-¡Doña Isabel! ¡Doña Isabel!
Y después me siento otra vez con el mismo gesto de cansancio, de tristeza y de resignación. Las cuartillas esperan inmaculadas los trazos de la pluma; en medio de la estancia, abierta, destaca una maleta. ¿Dónde iré yo, una vez más, como siempre, sin remedio ninguno, con mi maleta y mis cuartillas? Y oigo en el largo corredor unos pasos lentos, suaves. Y en la puerta aparece una anciana vestida de negro, limpia, pálida.
-Buenos días, Azorín.
-Buenos días, doña Isabel.
Y nos quedamos un momento en silencio. Yo no pienso en nada; yo tengo una profunda melancolía. La anciana mira inmóvil, desde la puerta, la maleta que aparece en el centro del cuarto.
-¿Se marcha usted, Azorín?
Yo le contesto:
-Me marcho, doña Isabel.
Ella replica:
-¿Dónde se va usted, Azorín? Yo le contesto:
-No lo sé, doña Isabel.
Y transcurre otro breve momento de un silencio denso, profundo. Y la anciana, que ha permanecido con la cabeza un poco baja, la mueve con un ligero movimiento, como quien acaba de comprender, y dice:
-¿Se irá usted a los pueblos, Azorín?
-Sí, sí, doña Isabel -le digo yo-; no tengo más remedio que marcharme a los pueblos.
Los pueblos son las ciudades y las pequeñas villas de La Mancha y de las estepas castellanas que yo amo; doña Isabel ya me conoce; sus miradas han ido a posarse en los libros y cuartillas que están sobre la mesa. Luego me ha dicho:
-Yo creo, Azorín, que esos libros y esos papeles que usted escribe le están a usted matando. Muchas veces -añade sonriendo- he tenido la tentación de quemarlos todos durante alguno de sus viajes.
Yo he sonreído también.
-¡Jesús, doña Isabel! -he exclamado fingiendo un espanto cómico-. ¡Usted no quiere creer que yo tengo que realizar una misión sobre la tierra!
-¡Todo sea por Dios! -ha replicado ella, que no comprende nada de esta misión.
Y yo, entristecido, resignado con esta inquieta pluma que he de mover perdurablemente y con estas cuartillas que he de llenar hasta el fin de mis días, he contestado:
-Sí, todo sea por Dios, doña Isabel.
Después ella junta sus manos con un ademán doloroso, arquea las cejas y suspira:
-¡Ay, Señor!
Y ya este suspiro que yo he oído tantas veces, tantas veces en los viejos pueblos, en los caserones vetustos, a estas buenas ancianas vestidas de negro; ya este suspiro me trae una visión neta y profunda de la España castiza. ¿Qué recuerda doña Isabel con este suspiro? ¿Recuerda los días de su infancia y de su adolescencia, pasados en alguno de estos pueblos muertos, sombríos? ¿Recuerda las callejuelas estrechas, serpenteantes, desiertas, silenciosas? ¿Y las plazas anchas, con soportales ruinosos, por las que de tarde en tarde discurre un perro o un vendedor se para y lanza un grito en el silencio? ¿Y las fuentes viejas, las fuentes de granito, las fuentes con un blasón enorme, con grandes letras, en que se lee el nombre de Carlos V o Carlos III? ¿Y las iglesias góticas, doradas, rojizas, con estas capillas de las Angustias, de los Dolores o del Santo Entierro, en que tanto nuestras madres han rezado y han suspirado? ¿Y las tiendecillas hondas, lóbregas, de merceros, de cereros, de talabarteros, de pañeros, con las mantas de vivos colores que flamean al aire? ¿Y los carpinteros -estos buenos amigos nuestros- con sus mazos que golpean sonoros? ¿Y las herrerías -las queridas herrerías- que llenan desde el alba al ocaso la pequeña y silenciosa ciudad con sus sones joviales y claros? ¿Y los huertos y cortinales que se extienden a la salida del pueblo, y por cuyas bardas asoma un oscuro laurel o un ciprés mudo, centenario, que ha visto indulgente nuestras travesuras de niño? ¿Y los lejanos majuelos a los que hemos ido de merienda en las tardes de primavera y que han sido plantados acaso por un anciano que tal vez no ha visto sus frutos primeros? ¿Y las vetustas alamedas de olmos, de álamos, de plátanos, por las que hemos paseado en nuestra adolescencia en compañía de Lolita, de Juana, de Carmencita o de Rosarito? ¿Y los cacareos de los gallos que cantaban en las mañanas radiantes y templadas del invierno? ¿Y las campanadas lentas, sonoras, largas, del vetusto reloj que oíamos desde las anchas chimeneas en las noches de invierno?
Yo le digo al cabo a doña Isabel:
-Doña Isabel, es preciso partir.
Ella contesta:
-Sí, sí, Azorín; si es necesario, vaya usted.
Después yo me quedo solo con mis cuartillas, sentado ante la mesa, junto al ancho balcón por el que veo el patio silencioso, blanco. ¿Es displicencia? ¿Es tedio? ¿Es deseo de algo mejor que no sé lo que es, lo que yo siento? ¿No acabará nunca para nosotros, modestos periodistas, este sucederse perdurable de cosas y de cosas? ¿No volveremos a oír nosotros, con la misma sencillez de los primeros años, con la misma alegría, con el mismo sosiego, sin que el ansia enturbie nuestras emociones, sin que el recuerdo de la lucha nos amargue, estos cacareos de los gallos amigos, estos sones de las herrerías alegres, estas campanadas del reloj venerable, que entonces escuchábamos? ¿Nuestra vida no es como la del buen caballero errante que nació en uno de estos pueblos manchegos? Tal vez, si, nuestro vivir, como el de don Alonso Quijano el Bueno, es un combate inacabable, sin premio, por ideales que no veremos realizados... Yo amo esa gran figura dolorosa que es nuestro símbolo y nuestro espejo. Yo voy -con mi maleta de cartón y mi capa- a recorrer brevemente los lugares que él recorriera.
Lector: perdóname; mi voluntad es serte grato; he escrito ya mucho en mi vida; veo con tristeza que todavía he de escribir otro tanto. Lector: perdóname; yo soy un pobre hombre que, en los ratos de vanidad, quiere aparentar que sabe algo, pero que en realidad no sabe nada.
Azorin, en La ruta de Don Quijote.
(posted by S. D.)
Friday, December 01, 2006
El Abasto visto desde Av. Santa Fe
Es un fenómeno global muy años noventa. El Río de la Plata no le fue ajeno, en aquella década que creyó vivir en sincronía planetaria. En inglés lo llaman gentrification: es la transformación de barrios lúmpenes, peligrosos e intensos en paraísos inmobiliarios para las clases medias. Un ejemplo extremo lo vive la Ciudad Vieja de Montevideo, donde jóvenes arquitectos y diseñadores uruguayos pusieron todo su ingenio, auspiciados por un programa de la Unión Europea, en transformarla en algo parecido a South Beach, Miami. Pintaron de color pastel los edificios de principios del siglo XX y arruinaron su pátina gris, reemplazaron los plátanos por palmeras, y en las calles, ahora transformadas en peatonales con baldosas chic, pululan remolinos de alambre y cemento que, se dice, espantan a la gente al caer la noche –son obras contemporáneas. En Buenos Aires, el fenómeno arrasó, a medias o totalmente, con Puerto Madero, con Palermo, San Telmo, Montserrat, La Boca, Flores.
Ya desde su título, Las trampas de la cultura se propone discutir, y cuestionar, estos proyectos de ennoblecimiento de los barrios “bajos”. El objeto de estudio elegido: un barrio emblemático de Buenos Aires, el Abasto. Y lo hace una mujer, que es doctora en antropología, novelista, y poeta inédita. María Carman ha emprendido un estudio -ha sido antes una tesis- que aspira a los fueros universitarios. Pero no siempre, o no del todo, porque el estilo y el fondo de la investigación se nutren de las imaginaciones de la narrativa de ficción y aun de la poesía. El primer capítulo, “Una intrusa entre los intrusos”, es explícita reflexión personal, literaria, de lo que experimentó Carman a lo largo de su prolongado trabajo de campo: “Me acababa de casar y, por consiguiente, me acababa de mudar a un modesto barrio a pocas cuadras del Abasto. Yo, que siempre había vivido en el próspero y luminoso centro de la ciudad, sobre la tumultuosa Santa Fe, la avenida comercial del corazón de Buenos Aires”.
En los seis restantes y pletóricos capítulos se lee un trazado puntilloso de la metamorfosis que sufrió el Abasto. Desde la construcción del shopping hasta la mercadotecnia del gardelismo enfrentada a las resistencias de los habitantes “ilegales” –transformados por la teoría que abraza Carman en “agentes sociales”.
Para el lector argentino, es un tema que acaso despierte resonancias del sociólogo Pierre Bourdieu (1930-2002), bien traducido al español y conocido en los medios académicos locales. Estos ecos son legítimos, no tanto por la frecuencia con que se citan al autor francés y sus propuestas, sino por el impulso de la autora en desconfiar que la cultura, efectivamente, pueda hacer algo por la pobreza. Al lector cínico que piense que no hace falta gastar energía en este cuestionamiento, tal vez baste, para que cambie de opinión, con recordarle el slogan del depuesto Jefe de Gobierno porteño Aníbal Ibarra, que el prólogo del libro cita: “Si tenemos mucha cultura, tendremos menos pobreza”.
Justamente en el prólogo, que se debe a Mónica Lacarrieu, leemos que Las trampas de la cultura es “sin duda una de las miradas más transgresoras sobre la problemática urbana”, que es “removedor de los ‘lugares comunes’ rigidizados”, y propone una descripción del entero volumen: “Desde lo objetivo a lo subjetivo, de lo material a lo simbólico, de lo social a lo cultural, desde los ocupantes a los pobres urbanos, desde cada uno de ellos hacia su condición construida, desde la pertenencia étnica-cultural, el libro nos abre el camino hacia una multiplicidad de lecturas sobre la problemática tratada”.
Entre lo más interesante del libro hay que destacar justamente el lugar que la autora le concede a las palabras de las personas que resisten esa gentrification promovida por los empresarios, pero también por el gobierno. Los intereses, desde luego, resultan insalvables, y la lucha por el “espacio urbano”, necesariamente incongruente. Mientras unos hablan de hacer negocios o de ejemplaridad civil, los otros hablan de sobrevivir (de abrir una canilla y que salga agua). El proceso de ennoblecimiento no ha sido completo en el Abasto, ni muchos menos (y a media cuadra del shopping todavía se puede comer por cuatro pesos --en restorán peruano de migrantes salvados del Niño o de alguna otra catástrofe-- un menú completo de sopa, lomo saltado y refresco).
Un viejo adagio recuerda con insistencia que el sufrimiento humano no se resuelve con teoremas de ingeniería civil, ni con fórmulas econométricas. Coincidirán, con la mayoría de las palabras de Carman en su libro, aquellos que más sufren la vida en Buenos Aires, ciudad multi-étnica si se quiere, pero jamás multi-cultural.
S. D
Ya desde su título, Las trampas de la cultura se propone discutir, y cuestionar, estos proyectos de ennoblecimiento de los barrios “bajos”. El objeto de estudio elegido: un barrio emblemático de Buenos Aires, el Abasto. Y lo hace una mujer, que es doctora en antropología, novelista, y poeta inédita. María Carman ha emprendido un estudio -ha sido antes una tesis- que aspira a los fueros universitarios. Pero no siempre, o no del todo, porque el estilo y el fondo de la investigación se nutren de las imaginaciones de la narrativa de ficción y aun de la poesía. El primer capítulo, “Una intrusa entre los intrusos”, es explícita reflexión personal, literaria, de lo que experimentó Carman a lo largo de su prolongado trabajo de campo: “Me acababa de casar y, por consiguiente, me acababa de mudar a un modesto barrio a pocas cuadras del Abasto. Yo, que siempre había vivido en el próspero y luminoso centro de la ciudad, sobre la tumultuosa Santa Fe, la avenida comercial del corazón de Buenos Aires”.
En los seis restantes y pletóricos capítulos se lee un trazado puntilloso de la metamorfosis que sufrió el Abasto. Desde la construcción del shopping hasta la mercadotecnia del gardelismo enfrentada a las resistencias de los habitantes “ilegales” –transformados por la teoría que abraza Carman en “agentes sociales”.
Para el lector argentino, es un tema que acaso despierte resonancias del sociólogo Pierre Bourdieu (1930-2002), bien traducido al español y conocido en los medios académicos locales. Estos ecos son legítimos, no tanto por la frecuencia con que se citan al autor francés y sus propuestas, sino por el impulso de la autora en desconfiar que la cultura, efectivamente, pueda hacer algo por la pobreza. Al lector cínico que piense que no hace falta gastar energía en este cuestionamiento, tal vez baste, para que cambie de opinión, con recordarle el slogan del depuesto Jefe de Gobierno porteño Aníbal Ibarra, que el prólogo del libro cita: “Si tenemos mucha cultura, tendremos menos pobreza”.
Justamente en el prólogo, que se debe a Mónica Lacarrieu, leemos que Las trampas de la cultura es “sin duda una de las miradas más transgresoras sobre la problemática urbana”, que es “removedor de los ‘lugares comunes’ rigidizados”, y propone una descripción del entero volumen: “Desde lo objetivo a lo subjetivo, de lo material a lo simbólico, de lo social a lo cultural, desde los ocupantes a los pobres urbanos, desde cada uno de ellos hacia su condición construida, desde la pertenencia étnica-cultural, el libro nos abre el camino hacia una multiplicidad de lecturas sobre la problemática tratada”.
Entre lo más interesante del libro hay que destacar justamente el lugar que la autora le concede a las palabras de las personas que resisten esa gentrification promovida por los empresarios, pero también por el gobierno. Los intereses, desde luego, resultan insalvables, y la lucha por el “espacio urbano”, necesariamente incongruente. Mientras unos hablan de hacer negocios o de ejemplaridad civil, los otros hablan de sobrevivir (de abrir una canilla y que salga agua). El proceso de ennoblecimiento no ha sido completo en el Abasto, ni muchos menos (y a media cuadra del shopping todavía se puede comer por cuatro pesos --en restorán peruano de migrantes salvados del Niño o de alguna otra catástrofe-- un menú completo de sopa, lomo saltado y refresco).
Un viejo adagio recuerda con insistencia que el sufrimiento humano no se resuelve con teoremas de ingeniería civil, ni con fórmulas econométricas. Coincidirán, con la mayoría de las palabras de Carman en su libro, aquellos que más sufren la vida en Buenos Aires, ciudad multi-étnica si se quiere, pero jamás multi-cultural.
S. D
Monday, November 27, 2006
69' año erótico
Desde su primera novela V (1963), Thomas Pynchon ha sabido esculpirse una efigie única en la literatura norteamericana. Efigie monumental, pero sin rostro, sin presencia pública, sin entrevistas, sin fotografías ni domicilio fijo, que sólo habla oblicuamente, a través de novelas gigantescas que segrega desde madrigueras ocultas. En 1997 publicó Mason & Dixon, de 774 páginas, que Página/30 anticipó en español en acertada selección de Rodrigo Fresán. Esta novela histórica ostentaba en su título a sus protagonistas: los dos peritos topógrafos británicos que en el siglo XVIII fijaron el límite entre los estados de Pennsylvania y Maryland -–la frontera donde comenzaba la esclavitud. Ahora, a los sesenta y nueve años Pynchon terminó Against the Day, son 1120 páginas, y desde el martes lo ofrecen las librerías norteamericanas. Con ella Pynchon regresa a una escena contemporánea, y abandona la tensión sexual no resuelta entre dos hombres que era el encanto que sostenía --como por arte de magia, sin realismo-- a su novela anterior.
Habitualmente, en el mundo anglonorteamericano, las editoriales bien instaladas hacen llegar a los medios volúmenes de los libros, antes del lanzamiento oficial, para que la publicación de reseñas y comentarios coincida con la distribución. Decir que la crítica no fue favorable con Against the Day es una figura de disimulación irónica. “Parece una imitación de Pynchon escrita por un fan tenaz pero idiota y drogado”, estalla Michiko Kakutani, del New York Times. Que agrega que las mil cien páginas componen “un rompecabezas monstruoso, pretencioso sin ser provocativo, elíptico sin ser iluminador, complicado sin ser complejo”. También cáustico busca ser el New Yorker, que lo califica de “novela sin forma, metros y metros de papel llenos de adornos al estilo de Pynchon”. “Ni siquiera Pynchon entiende lo que escribe”, se pronuncia el semanario Time. “Uno puede pasarse veinte horas leyéndolo encerrado en un bunker sin interesarse ni por una coma”, comenta el Seattle Time. El presidente del National Book Critics Circle, John Freeman, dice que la novela “no está escrita a escala humana”. Representa un regreso del autor al realismo mágico que ya florecía en su primera novela, donde eran conspicuos personajes los lagartos albinos de las cloacas de Nueva York. En Against the Day hay una inmersión casi fatal en un estanque de mayonesa, hay un perro que lee en francés, se visita un legendario reino de Shembala en el Tibet, una misteriosa explosión estalla en Siberia en 1908. Se trata de una novela-río, ese género middle-brow del período de entreguerras. Pynchon se extiende entre la Revolución Industrial y la Revolución Mexicana, y mueve a decenas de personajes que representan las ansiedades de nuestra era tan capitalista.
Durante décadas, Pynchon supo ser elogiado, porque encarnaba un canon estético de las academias y de los medios gráficos, que cortejaban su imagen de elusiva celebrity. En los 60 halagaba el simbolismo de los religiosos New Critics en decadencia, a la vez que anunciaba la aurora del realismo mágico, en los 70 fue el heraldo de la metaficción, en los 80 del posmodernismo, en los 90 de la resurrección de la novela histórica. Las voces en su contra, como las de Gore Vidal o Dale Peck, quedaban asordinadas en la algarabía. Hoy los críticos, sin decirlo, parecen coincidir en que esta última novela le daría la razón a Vidal: cada escritor tiene que pensar, antes de agregar una sola palabra más a la página.
S. D.
Habitualmente, en el mundo anglonorteamericano, las editoriales bien instaladas hacen llegar a los medios volúmenes de los libros, antes del lanzamiento oficial, para que la publicación de reseñas y comentarios coincida con la distribución. Decir que la crítica no fue favorable con Against the Day es una figura de disimulación irónica. “Parece una imitación de Pynchon escrita por un fan tenaz pero idiota y drogado”, estalla Michiko Kakutani, del New York Times. Que agrega que las mil cien páginas componen “un rompecabezas monstruoso, pretencioso sin ser provocativo, elíptico sin ser iluminador, complicado sin ser complejo”. También cáustico busca ser el New Yorker, que lo califica de “novela sin forma, metros y metros de papel llenos de adornos al estilo de Pynchon”. “Ni siquiera Pynchon entiende lo que escribe”, se pronuncia el semanario Time. “Uno puede pasarse veinte horas leyéndolo encerrado en un bunker sin interesarse ni por una coma”, comenta el Seattle Time. El presidente del National Book Critics Circle, John Freeman, dice que la novela “no está escrita a escala humana”. Representa un regreso del autor al realismo mágico que ya florecía en su primera novela, donde eran conspicuos personajes los lagartos albinos de las cloacas de Nueva York. En Against the Day hay una inmersión casi fatal en un estanque de mayonesa, hay un perro que lee en francés, se visita un legendario reino de Shembala en el Tibet, una misteriosa explosión estalla en Siberia en 1908. Se trata de una novela-río, ese género middle-brow del período de entreguerras. Pynchon se extiende entre la Revolución Industrial y la Revolución Mexicana, y mueve a decenas de personajes que representan las ansiedades de nuestra era tan capitalista.
Durante décadas, Pynchon supo ser elogiado, porque encarnaba un canon estético de las academias y de los medios gráficos, que cortejaban su imagen de elusiva celebrity. En los 60 halagaba el simbolismo de los religiosos New Critics en decadencia, a la vez que anunciaba la aurora del realismo mágico, en los 70 fue el heraldo de la metaficción, en los 80 del posmodernismo, en los 90 de la resurrección de la novela histórica. Las voces en su contra, como las de Gore Vidal o Dale Peck, quedaban asordinadas en la algarabía. Hoy los críticos, sin decirlo, parecen coincidir en que esta última novela le daría la razón a Vidal: cada escritor tiene que pensar, antes de agregar una sola palabra más a la página.
S. D.
Wednesday, September 06, 2006
Un sano pasatiempo familiar
Se metieron con Sadam, y cayó. Con Mel Gibson, y, bueno... Con Tom Cruise, y lo echaron del trabajo. Pero antes también con el cazador de cocodrilos, el pobre Steve Irvin.
Saturday, August 26, 2006
Al rincón no / Not in the corner, please.
SEATTLE—Daniel Barriault is serving a time-out for a crime the 5-year-old claims he didn’t commit. Charged with possession of three Oreo cookies only a half-hour before supper and sentenced to a bare 8-by-12-inch bedroom corner for eight minutes, Barriault has had just one thing on his mind while waiting for his release. One thing and three people.
"Just a little while longer now", said Barriault, who slowly counted down his corner term to 20 before becoming confused and having to start all over again. "I’ve learned my lesson, but what they don’t realize is that their lesson has not even yet begun."
After four failed getaway attempts into the basement, Barriault was apprehended early Monday evening by household penal authorities Mommy and Daddy, likely operating on an anonymous tip from the "queen of all snitches," Barriault’s older sister, Ashley, 7.
"I may have been innocent when they put me in here, but I’m sure as heck not innocent now," said Barriault, who has served time-outs for a wide range of offenses over the years, including public misconduct, second-degree assault of a sibling, and vandalism misdemeanors when only 17 months old. "They took eight minutes of my life away, eight minutes of playtime I’ll never get back, eight minutes of cartoons I’ll never get the chance to experience—and for that, they will pay."
Monday’s capture of the young repeat offender was followed by a lengthy and disorderly trial, in which Barriault, who chose to represent himself, deliberately disrupted the proceedings by screaming and running around in circles until he had to be forcibly detained. Barriault alleges that he was then escorted with unnecessary force to his bedroom, made to empty out his pockets of three Yu-Gi-Oh! trading cards before being "worked over good by Mom" and receiving his sentence.
It remains unclear whether Barriault was ever offered a deal for apologizing for his behavior.
"In this corner, you have plenty of time to think," said Barriault, who claimed to have "tons of friends on the outside," including Jimmy, Josh, and Nana and Papa. "I know exactly what I’m going to do when my time is up. Who I’m going to visit. Plans? Yeah, you could say I’ve got some plans."
According to Barriault, being in the corner "is unlike anything else in the world." It can break the spirit of even the toughest of 5-year-olds, crush their confidence, and reduce them to nothing more than a "stupid little baby."
"This place, it can make a preschooler forget who they are, why it is they don’t like to share their Matchbox cars with other kids, what exactly about the taste of cauliflower makes it so yucky," added Barriault, who admitted that he can no longer remember what the touch of a good crayon feels like. "I wouldn’t wish this place on my worst enemies. No. I’ve got something entirely different in store for them."
Fidgeting either in anticipation of his release or from a growing urge to use the bathroom, Barriault told reporters Monday that despite not even being in the first grade, he never forgets a face.
"I’ve done my time. I’ve been a good little boy who’s seen the error of his ways," said Barriault with a smile. "And as soon as I get out, I’ll make things right. I’ll make sure everything gets made right. Cross my heart and hope to die."
"Stick a needle in my eye," he added.
En The Onion, 21 de agosto de 2006.
Thursday, August 10, 2006
Buenos Aires, guía de pecadores
Cuando el terco lector se encuentra con una guía extranjera de la ciudad donde vive, probablemente espere encontrar algo que ignora en medio de un caos de inexactitudes. Tal vez el mejor elogio para el libro del profesor Jason Wilson (University College, London) sea que su libro decepciona doblemente aquellas expectativas entre malevolentes y conservadoras. No hay en Buenos Aires: A Cultural and Literary Companion (Prefacio de Alberto Manguel. Oxford: Signal Books, 1999, 250 + XII páginas, reeditado este año) ni lo uno ni lo otro: ni descubrimientos laterales ni grandes errores. Hay, sí, unas cuantas erratas para gratificar al ojo, especialmente en el lenguaje y la toponimia en español. Pero es en suma una guía útil, aunque no lo sea para argentinos.
Buenos Aires: A Cultural and Literary Companion se abre con un capítulo introductorio (págs. 4-56), que es histórico y morfológico. De los más de cuatrocientos años de la capital argentina Wilson nos narra sus otros tantos golpes, con los habituales insultos para la oligarquía agroganadera y los no menos habituales e insulsos cumplidos para Perón y Evita. Se describen el lenguaje, las comidas (las empanadas, “most delicious snacks in the world”, según el poeta P. J. Kavanagh -citado en pág. 38-, sin olvidar el revuelto gramajo, preferido por la hija de Wilson), los cafés (el preferido del autor era El Blasón, en Pueyrredón y Las Heras, cerca del departamento que le había prestado, a cambio del suyo en Londres, Oscar Masotta), los tranvías de ayer y los colectivos de hoy (Wilson nos advierte, razonablemente, que tengamos cuidado con los punguistas).
Después de esta introducción, el libro consiste en una rosa de los vientos, con cuatro capítulos, uno para cada punto cardinal – por supuesto, el Centro funge de Este en la ciudad junto al río inmóvil. Como era de esperar, Wilson es mejor, y más abundante cuando habla del Centro y del Norte que del Sur y del Oeste. Sobre estos barrios, él encuentra más cosas en los libros. Y ahí viven todos sus amigos. Las otras zonas, más grandes y más populosas, no permiten la cita oportuna de Octavio Paz, ni siquiera del “Marxist-Sartrian Juan José Sebreli” (pág. 81) o del “novelist Mempo Giardinelli (1947-)”, que dispone de seis entradas en el index.
En el prefacio, Alberto Manguel cuenta, en una memoria porteña, que su barrio era Belgrano y que las aventuras estaban en el Centro. Este eje norte-centro domina ideológicamente el libro, y no sólo por la cantidad de páginas que se le asigna. Como es poco probable que el flâneur extranjero se aparte de él, éste no es un reproche mayor. Más importante es otro problema: la dificultad para separar el pasado y el presente en las descripciones de lugares y ambientes, unida al gusto por mitos dudosos que acaso nunca fueron pero que con toda seguridad ya no son. La Guía Pirelli: Buenos Aires, sus alrededores y las costas de Uruguay de Diego Bigongiari, que Sudamericana publicó en 1993 (ahora está agotada), resolvía esta dificultad con elegancia –y es una fuente que Wilson usa, y no siempre cita.
En suma, Buenos Aires: A Cultural and Literary Companion es una guía útil para extranjeros, y aún lo sería para extranjeros hispanófonos. Parece más difícil de tentar con ella a un lector argentino. Pero podría tentar a españoles, y hasta a visitantes hispanoamericanos en Buenos Aires.
Javier de Pablo
Buenos Aires: A Cultural and Literary Companion se abre con un capítulo introductorio (págs. 4-56), que es histórico y morfológico. De los más de cuatrocientos años de la capital argentina Wilson nos narra sus otros tantos golpes, con los habituales insultos para la oligarquía agroganadera y los no menos habituales e insulsos cumplidos para Perón y Evita. Se describen el lenguaje, las comidas (las empanadas, “most delicious snacks in the world”, según el poeta P. J. Kavanagh -citado en pág. 38-, sin olvidar el revuelto gramajo, preferido por la hija de Wilson), los cafés (el preferido del autor era El Blasón, en Pueyrredón y Las Heras, cerca del departamento que le había prestado, a cambio del suyo en Londres, Oscar Masotta), los tranvías de ayer y los colectivos de hoy (Wilson nos advierte, razonablemente, que tengamos cuidado con los punguistas).
Después de esta introducción, el libro consiste en una rosa de los vientos, con cuatro capítulos, uno para cada punto cardinal – por supuesto, el Centro funge de Este en la ciudad junto al río inmóvil. Como era de esperar, Wilson es mejor, y más abundante cuando habla del Centro y del Norte que del Sur y del Oeste. Sobre estos barrios, él encuentra más cosas en los libros. Y ahí viven todos sus amigos. Las otras zonas, más grandes y más populosas, no permiten la cita oportuna de Octavio Paz, ni siquiera del “Marxist-Sartrian Juan José Sebreli” (pág. 81) o del “novelist Mempo Giardinelli (1947-)”, que dispone de seis entradas en el index.
En el prefacio, Alberto Manguel cuenta, en una memoria porteña, que su barrio era Belgrano y que las aventuras estaban en el Centro. Este eje norte-centro domina ideológicamente el libro, y no sólo por la cantidad de páginas que se le asigna. Como es poco probable que el flâneur extranjero se aparte de él, éste no es un reproche mayor. Más importante es otro problema: la dificultad para separar el pasado y el presente en las descripciones de lugares y ambientes, unida al gusto por mitos dudosos que acaso nunca fueron pero que con toda seguridad ya no son. La Guía Pirelli: Buenos Aires, sus alrededores y las costas de Uruguay de Diego Bigongiari, que Sudamericana publicó en 1993 (ahora está agotada), resolvía esta dificultad con elegancia –y es una fuente que Wilson usa, y no siempre cita.
En suma, Buenos Aires: A Cultural and Literary Companion es una guía útil para extranjeros, y aún lo sería para extranjeros hispanófonos. Parece más difícil de tentar con ella a un lector argentino. Pero podría tentar a españoles, y hasta a visitantes hispanoamericanos en Buenos Aires.
Javier de Pablo
Wednesday, August 02, 2006
Mujer, asiática, londinense, sin visa
Marie Claire y Hilary Mantel, Meera Syal y Vogue, The Guardian y Daily Telegraph no pueden equivocarse todos juntos: el debut de Monica Ali es un gran libro, una golosa transfusión de sangre para la exangüe novela inglesa. El de estas autoras y estas publicaciones es un consenso más bien monódico, sin esas polifonías de voces que se separan en los detalles para confluir en el torrente de elogios. Todos coinciden en que Brick Lane (Londres: Doubleday, 2003, 492 páginas, reeditada desde entonces) es la gran novela de la inmigración asiática. Y como los inmigrantes no son anémicos, de esa premisa se deducen todas las virtudes sanguíneas del libro de Ali.
La anécdota que está en el origen de Brick Lane es una que se ha leído y visto en libros y films desde que el feminismo existe. Sólo varían la toponimia y la onomástica. En este caso es el East End de Londres (la toponimia no varió), y una joven bangladeshí para la cual su familia arregló un casamiento. De esta consigna un tallerista literario aplicado, sin levantar la cabeza ni espiar la hoja del vecino, escribe una buena novela, y Monica Ali hizo eso.
Brick Lane fue saludado como el retorno a Dickens, a la sólida tradición realista del siglo XIX, a los conflictos de familia y trabajo en una ficción que los descuidaba. Pero el libro es muy diferente de A Suitable Boy del indio Vikram Seth, que sí podía reclamarse del linaje evocado: una verdadera novela social, una novela de maneras, donde todos los estratos se encontraban y desencontraban, y donde la narración avanzaba desde el detalle empíricamente observable hasta el interior de las conciencias, y no a la inversa. Para Ali, que respeta la consigna de taller, lo importante no es el mundo visible, sino lo que ocurre en el interior de las cabezas de los protagonistas. Todo está contado desde los puntos de vista de los personajes, en un estilo indirecto libre de estricta observancia, salvo que no parece indirecto libre, porque Ali, aparentemente, no se da cuenta de que había otras posibilidades (faltó a esas clases del taller). Estilo es elección, pero Ali se conforma con la primera góndola, y no le interesa mirar el resto del supermercado.
Nunca importa para Ali the problem of other minds: de que sí existen está convencida. Esa convicción, esa dimensión mental de los inmigrantes está en la base del gusto británico por la novela de esta autora nacida en Bangladesh. Fue finalista del premio Booker 2004, que finalmente se llevó DBC Pierre con Vernon God Little, una sátira en el gusto Waugh-Amis (K.).
Como documento sociológico, Brick Lane es todavía más previsible que como texto literario: al inmigrante le cuesta adaptarse, pero cuando recibe dinero por su trabajo comienza a gustarle el país al que llegó, sufre los desgarramientos contrarios entre sí de la tradición y de la modernidad, finalmente se arraiga y puede disfrutar de lo mejor de dos mundos después de un doloroso proceso. Un “equipo de intelectuales” bangladeshíes presentó una virulenta carta a la editorial Doubleday pidiendo cortes y cambios en la novela; a Monica Ali le negaron una visa para visitar Bangla Desh, el país donde nació.
Javier de Pablo
La anécdota que está en el origen de Brick Lane es una que se ha leído y visto en libros y films desde que el feminismo existe. Sólo varían la toponimia y la onomástica. En este caso es el East End de Londres (la toponimia no varió), y una joven bangladeshí para la cual su familia arregló un casamiento. De esta consigna un tallerista literario aplicado, sin levantar la cabeza ni espiar la hoja del vecino, escribe una buena novela, y Monica Ali hizo eso.
Brick Lane fue saludado como el retorno a Dickens, a la sólida tradición realista del siglo XIX, a los conflictos de familia y trabajo en una ficción que los descuidaba. Pero el libro es muy diferente de A Suitable Boy del indio Vikram Seth, que sí podía reclamarse del linaje evocado: una verdadera novela social, una novela de maneras, donde todos los estratos se encontraban y desencontraban, y donde la narración avanzaba desde el detalle empíricamente observable hasta el interior de las conciencias, y no a la inversa. Para Ali, que respeta la consigna de taller, lo importante no es el mundo visible, sino lo que ocurre en el interior de las cabezas de los protagonistas. Todo está contado desde los puntos de vista de los personajes, en un estilo indirecto libre de estricta observancia, salvo que no parece indirecto libre, porque Ali, aparentemente, no se da cuenta de que había otras posibilidades (faltó a esas clases del taller). Estilo es elección, pero Ali se conforma con la primera góndola, y no le interesa mirar el resto del supermercado.
Nunca importa para Ali the problem of other minds: de que sí existen está convencida. Esa convicción, esa dimensión mental de los inmigrantes está en la base del gusto británico por la novela de esta autora nacida en Bangladesh. Fue finalista del premio Booker 2004, que finalmente se llevó DBC Pierre con Vernon God Little, una sátira en el gusto Waugh-Amis (K.).
Como documento sociológico, Brick Lane es todavía más previsible que como texto literario: al inmigrante le cuesta adaptarse, pero cuando recibe dinero por su trabajo comienza a gustarle el país al que llegó, sufre los desgarramientos contrarios entre sí de la tradición y de la modernidad, finalmente se arraiga y puede disfrutar de lo mejor de dos mundos después de un doloroso proceso. Un “equipo de intelectuales” bangladeshíes presentó una virulenta carta a la editorial Doubleday pidiendo cortes y cambios en la novela; a Monica Ali le negaron una visa para visitar Bangla Desh, el país donde nació.
Javier de Pablo
Tuesday, August 01, 2006
Rushdie vs. Greer
Se conocieron en la universidad, y al parecer nunca había sido buena la relación. Ahora The Guardian hace pública una batalla abierta entre el novelista poscolonial Salman Rushdie y la feminista Germaine Greer. Una batalla en nombre de la literatura y sus consecuencias. El tema, o el pretexto, fue una novela editada en inglés en Gran Bretaña, y que trata sobre el Islam. Como la novela ganó premios y fue un éxito de crítica y público, quisieron llevarla al cine. Pero cuando la leyeron los severos productores, dijeron que se trataba de una obra que se burlaba de la comunidad musulmana. Rushdie, indignado, está a favor del libro y, por supueto, también del film. Uno de los protagonistas del libro (Brick Lane, de Monica Ali, algo así como La callejuela de casas proletarias de ladrillo) parece un alter ego de Rushdie: "Un hombre gordo con cara de rana y el doble de sus años". Greer, en cambio, defiende el derecho de la comunidad musulmana a rechazar un libro que habla mal de los musulmanes. Rushdie le responde que incitarnos a "respetar la diferencia" es de por sí un gesto racista, al estilo de "aprendamos a convivir con la soriasis". El Guardian asegura que los furiosos vendedores de curry de la calle, llamada justamente Brick Lane, no leyeron una sola página del libro de la Ali. Así como tampoco de los Versos satánicos de Rusdhie, a quien sin embargo destestan, siguiendo lo que les enseñan los clérigos islámicos, que lo condenaron a muerte por esa larga y aburrida novela. Pronto, en este blog, una reseña del libro de la Ali.
S. D.
Mad Mel
¿No era de esperar la rabieta anti judía del director de la sado/anti-semita La Pasión de Cristo? Cuando unos policías californiandos lo detuvieron ebrio por conducir con exceso de velocidad (es muy fácil cometer este exceso en Estados Unidos), empezó a despotricar contra los fucking Jews. En Slate, se puede releer lo que Christopher Hitchens había revelado sobre Mel "Mad Mel" Gibson, ícono cultural de los teo-conservadores norteamericanos, esos neoconservadores que creen que tienen a Dios de su lado.
S. D.
Sunday, July 23, 2006
La eterna juventud del Dr. Mario Bunge
Como la de su casi compatriota el sociólogo italoargentino Gino Germani o la de su compatriota pleno el historiador Tulio Halperin Donghi, la obra del filósofo Mario Bunge ha logrado una difícil victoria en dos frentes: ha ampliado progresiva, omnívoramente sus intereses profesionales, pero a la vez ha profundizado su conocimiento de todos y cada uno de los temas que ha elegido. Como sus dos contemporáneos, Bunge ha emigrado a América del Norte, y con esto ha ganado para la filosofía de la ciencia, y la filosofía a secas, la misma perspectiva singular desde la que los otros dos escribieron sobre sociología e historia. Es este sesgo el que permite una obra notable como The Sociology-Philosophy Connection (New Brunswick: Transaction Publishers, 1999).
En este libro, Bunge combina dos métodos cuya feliz alianza es también improbable. Es a la vez sistemático y crítico. Expone con convicción una doctrina propia ("systemism") que, si no despertará conversiones masivas, sí provocará muchas veces la irritación. O los sentimientos encontrados de saberse deslumbrados o refutados. Pero también expone los fundamentos filosóficos, explícitos aunque generalmente ocultos y escamoteados, de las principales escuelas sociológicas que se suceden desde el siglo XIX. Aquí la perspectiva argentina, y aun canadiense, de Bunge resulta particularmente útil, y aspira a volverse indispensable. Bunge conoce con igual familiaridad las tradiciones sociales de Europa continental como las del llamado mundo anglosajón. Esta capacidad para circular por dos andariveles que prefieren no cruzarse y para faltar con puntualidad a las citas prefijadas de antemano es rara en los manuales de ciencias sociales. Y el libro de Bunge puede leerse como uno de los mejores de los libros de texto, redactado por un lazarillo muy seguro de su laberinto.
Mario Bunge también se ha hecho famoso en la Argentina por su pugnacidad, muy característicamente en lo que se refiere al psicoanálisis, casi la profesión más vieja del mundo en Buenos Aires y demás ciudades nacionales, y cada vez mejor establecida en las capitales latinoamericanas. Bunge no es menos combativo en esta obra, lo que vuelve a su lectura aún más interesante. El capítulo final, "In Praise of Intolerance of Academic Charlatanism", no es inferior al "Modest Proposal" del Dr. Swift, y podría ser editado en forma independiente como muy efectivo panfleto. Aquí combate a Pierre Bourdieu, una superstición tan difundida como los entusiasmos por momentos enceguecidos que despierta el psicoanálisis.
Javier de Pablo
En este libro, Bunge combina dos métodos cuya feliz alianza es también improbable. Es a la vez sistemático y crítico. Expone con convicción una doctrina propia ("systemism") que, si no despertará conversiones masivas, sí provocará muchas veces la irritación. O los sentimientos encontrados de saberse deslumbrados o refutados. Pero también expone los fundamentos filosóficos, explícitos aunque generalmente ocultos y escamoteados, de las principales escuelas sociológicas que se suceden desde el siglo XIX. Aquí la perspectiva argentina, y aun canadiense, de Bunge resulta particularmente útil, y aspira a volverse indispensable. Bunge conoce con igual familiaridad las tradiciones sociales de Europa continental como las del llamado mundo anglosajón. Esta capacidad para circular por dos andariveles que prefieren no cruzarse y para faltar con puntualidad a las citas prefijadas de antemano es rara en los manuales de ciencias sociales. Y el libro de Bunge puede leerse como uno de los mejores de los libros de texto, redactado por un lazarillo muy seguro de su laberinto.
Mario Bunge también se ha hecho famoso en la Argentina por su pugnacidad, muy característicamente en lo que se refiere al psicoanálisis, casi la profesión más vieja del mundo en Buenos Aires y demás ciudades nacionales, y cada vez mejor establecida en las capitales latinoamericanas. Bunge no es menos combativo en esta obra, lo que vuelve a su lectura aún más interesante. El capítulo final, "In Praise of Intolerance of Academic Charlatanism", no es inferior al "Modest Proposal" del Dr. Swift, y podría ser editado en forma independiente como muy efectivo panfleto. Aquí combate a Pierre Bourdieu, una superstición tan difundida como los entusiasmos por momentos enceguecidos que despierta el psicoanálisis.
Javier de Pablo
Thursday, July 13, 2006
Historietas filosóficas
Al éxito de ciertos libros lo determina el gusto de ciertos públicos por determinados géneros. En Italia, en México, en Brasil, hay a la vez regusto y audiencia para lo que en italiano se llaman “elzeviri”. Son relatos breves (y filosóficos) a mitad de camino entre la crónica y la fábula con moraleja. Un género que siempre ostenta, u ostentaba, la “terza pagina” de los diarios italianos.
No es casual que Semplicità insormontabili (Roma-Bari: Laterza, 2004, 194 páginas), de los filósofos profesionales Roberto Casati (París, EHESS) y Achille Varzi (Nueva York, Columbia) haya sido traducido con éxito al portugués. Las 39 historietas (“elzeviri”) que compusieron, y que verosímilmente fueron antes serializadas en la prensa, podrían integrar -salvo por el hecho de que son menos graciosas-, el canon de Luis Fernando Verissimo. Como en el caudaloso y acaudalado escritor de Rio Grande, el pasmo por la vida moderna, el turismo, el mundo de los hombres visto por los animales integran un stock de chistes y agudezas que la Filosofía busca salvar de su debilidad.
El relato breve que da testimonio y prueba de los callejones sin salida de la filosofía, o -mejor aún-, que demuestra la necesidad de la Filosofía como cura o spa de lujo para las aporías del pensamiento corriente y el lenguaje ordinario, es un género tan viejo en Occidente y Oriente como la filosofía misma. En México y Guatemala, los autores que han intentado “elzeviri” propiamente filosóficos (Alejandro Rossi, Gabriel Zaid, Augusto Monterroso, el mismísimo Carlos Monsiváis con su catecismo para indios remisos) tuvieron un éxito variable. En Italia, el ingeniero argentino J. R. Wilcock intentó algo muy semejante a la empresa de Casati y Varzi con su libro Fatti inquietanti (1961), el primero que publicó en italiano. Una obra semejante en su concepción, pero muy superior en su ejecución. Sin embargo, la traducción castellana de este libro, a pesar del renombre que los suplementos culturales se empeñan en conferir a Wilcock, distó de ser un éxito entre el público.
En suma, como los libros de autores noruegos o franceses que resumen sin lágrimas la filosofía o la socialdemocracia para sus hijas, es difícil anticipar el éxito de Semplicità insormontabili. Como ocurre con las historietas-comics, como con las historias de cubículo de Dilbert, el efecto de la lectura corrida y cursiva es más fatigoso que la lectura ocasional de una fábula en su originaria serialización en un periódico. El libro requiere de un tipo especial de lectores que faltan para las letras hispanoamericanas; ciertas ausencias no son inexorablemente deplorables.
Javier de Pablo
No es casual que Semplicità insormontabili (Roma-Bari: Laterza, 2004, 194 páginas), de los filósofos profesionales Roberto Casati (París, EHESS) y Achille Varzi (Nueva York, Columbia) haya sido traducido con éxito al portugués. Las 39 historietas (“elzeviri”) que compusieron, y que verosímilmente fueron antes serializadas en la prensa, podrían integrar -salvo por el hecho de que son menos graciosas-, el canon de Luis Fernando Verissimo. Como en el caudaloso y acaudalado escritor de Rio Grande, el pasmo por la vida moderna, el turismo, el mundo de los hombres visto por los animales integran un stock de chistes y agudezas que la Filosofía busca salvar de su debilidad.
El relato breve que da testimonio y prueba de los callejones sin salida de la filosofía, o -mejor aún-, que demuestra la necesidad de la Filosofía como cura o spa de lujo para las aporías del pensamiento corriente y el lenguaje ordinario, es un género tan viejo en Occidente y Oriente como la filosofía misma. En México y Guatemala, los autores que han intentado “elzeviri” propiamente filosóficos (Alejandro Rossi, Gabriel Zaid, Augusto Monterroso, el mismísimo Carlos Monsiváis con su catecismo para indios remisos) tuvieron un éxito variable. En Italia, el ingeniero argentino J. R. Wilcock intentó algo muy semejante a la empresa de Casati y Varzi con su libro Fatti inquietanti (1961), el primero que publicó en italiano. Una obra semejante en su concepción, pero muy superior en su ejecución. Sin embargo, la traducción castellana de este libro, a pesar del renombre que los suplementos culturales se empeñan en conferir a Wilcock, distó de ser un éxito entre el público.
En suma, como los libros de autores noruegos o franceses que resumen sin lágrimas la filosofía o la socialdemocracia para sus hijas, es difícil anticipar el éxito de Semplicità insormontabili. Como ocurre con las historietas-comics, como con las historias de cubículo de Dilbert, el efecto de la lectura corrida y cursiva es más fatigoso que la lectura ocasional de una fábula en su originaria serialización en un periódico. El libro requiere de un tipo especial de lectores que faltan para las letras hispanoamericanas; ciertas ausencias no son inexorablemente deplorables.
Javier de Pablo
Tuesday, July 04, 2006
De ángeles y de mormones
A la edad de nueve años, el capitán Thomas Mayne Reid era el autor favorito de sir Arthur Conan Doyle, según leemos en Memories and Adventures (1924). Afortunadamente, también parece haberse ganado el lugar de autor dilecto para Michel Tournier (que nació en 1924), cuando el francés dobló ya la curva de su séptima década. Así lo demuestra Eléazar ou la Source et le Buisson (Paris: Gallimard, 1996, 142 páginas). Gracias a su ascendencia irlandesa, un soltero como Reid (1818-1883) era sin embargo un escritor recomendable a los ojos de los padres del padre de Sherlock Holmes. A éste, como después a su provecto lector francés, lo impresionaron favorablemente las experiencias norteamericanas del capitán Reid, que incluían una amistad admirativa con Edgar Allan Poe. En el primer capítulo de The Scalp Hunters (1852), Reid oponía con nitidez los paisajes contrastantes del desértico oeste-sudoeste norteamericano -que son los del primer capítulo de la segunda parte de A Study in Scarlet (1887), la primera aventura de Sherlock Holmes- y los de la Canaán californiana que ocupa al bíblico protagonista irlandés de Eléazar.
Tournier reúne en Eléazar dos mitos probadamente eficaces: el mito de la Tierra Prometida y el mito de la venganza. Como el desnudo Robinson de Vendredi ou les limbes du Pacifique (1967), Eléazar se encuentra a disgusto entre sus contemporáneos; como el Abel Tiffauges de Le Roi des Aulnes (1970), está en su elemento entre símbolos teológicos y mitológicos, entre niños de nueve y pocos años más. A la luz de estas compañías, Eleazar reinterpreta su aventura, que para un historiador sería la de tantos irlandeses famélicos que llegaron a Estados Unidos huyendo de la isla y del fracaso de las cosechas de papa. Eléazar confunde el mundo feérico con la realidad: para él, su propia existencia es una fábula, como lo es la novela de Tournier.
Los ángeles ocupaban un lugar conclusivo en Gaspard, Melchior et Balthazar (1978). Cuando, después de treinta y tres años de gozoso cautiverio entre los sodomitas, el D'Artagnan de los reyes magos, Taor, príncipe de Mangalore -que había llegado a Belén el 28 de diciembre, para encontrar a la ciudad atareada en la masacre de los Inocentes-, golpea en la puerta de José de Arimatea, encuentra la casa vacía, pero también trece copas, un poco de vino y un poco de pan. Bebe y come. Después, los ángeles se llevan a este retardatario de la eucaristía y con ello acaba el libro.
En Eléazar, los ángeles están en tierra de ángeles, donde dictaron a Joseph Smith su Libro de Mormón. Un discípulo de Alejandro Dumas, el tuberculoso Robert Louis Stevenson, había anticipado el revés demoníaco de los adoradores de los ángeles en More New Arabian Nights: the Dynamiter (1885), en el cual unos paramilitares mormones hacen que los fugitivos se retiren "on seeing on the face of the rock, drawn very rudely with a charred wood, the great Open Eye which is the emblem of the Mormon faith". Los presagios, las señales en la roca o en el mar, las profecías a posteriori abundan en Eléazar. Es el mejor libro de Tournier en dos decenios, y uno cuya traducción al español los suplementos culturales saludarán debidamente. El germanista Tournier demostró que podía ser americanista, pero esa potencialidad suele ser un destino.
Javier de Pablo
Tournier reúne en Eléazar dos mitos probadamente eficaces: el mito de la Tierra Prometida y el mito de la venganza. Como el desnudo Robinson de Vendredi ou les limbes du Pacifique (1967), Eléazar se encuentra a disgusto entre sus contemporáneos; como el Abel Tiffauges de Le Roi des Aulnes (1970), está en su elemento entre símbolos teológicos y mitológicos, entre niños de nueve y pocos años más. A la luz de estas compañías, Eleazar reinterpreta su aventura, que para un historiador sería la de tantos irlandeses famélicos que llegaron a Estados Unidos huyendo de la isla y del fracaso de las cosechas de papa. Eléazar confunde el mundo feérico con la realidad: para él, su propia existencia es una fábula, como lo es la novela de Tournier.
Los ángeles ocupaban un lugar conclusivo en Gaspard, Melchior et Balthazar (1978). Cuando, después de treinta y tres años de gozoso cautiverio entre los sodomitas, el D'Artagnan de los reyes magos, Taor, príncipe de Mangalore -que había llegado a Belén el 28 de diciembre, para encontrar a la ciudad atareada en la masacre de los Inocentes-, golpea en la puerta de José de Arimatea, encuentra la casa vacía, pero también trece copas, un poco de vino y un poco de pan. Bebe y come. Después, los ángeles se llevan a este retardatario de la eucaristía y con ello acaba el libro.
En Eléazar, los ángeles están en tierra de ángeles, donde dictaron a Joseph Smith su Libro de Mormón. Un discípulo de Alejandro Dumas, el tuberculoso Robert Louis Stevenson, había anticipado el revés demoníaco de los adoradores de los ángeles en More New Arabian Nights: the Dynamiter (1885), en el cual unos paramilitares mormones hacen que los fugitivos se retiren "on seeing on the face of the rock, drawn very rudely with a charred wood, the great Open Eye which is the emblem of the Mormon faith". Los presagios, las señales en la roca o en el mar, las profecías a posteriori abundan en Eléazar. Es el mejor libro de Tournier en dos decenios, y uno cuya traducción al español los suplementos culturales saludarán debidamente. El germanista Tournier demostró que podía ser americanista, pero esa potencialidad suele ser un destino.
Javier de Pablo
Tuesday, June 20, 2006
Santiago de Chile, junio de 2006.
En una primera impresión, desde luego estereotípica, Santiago de Chile parece una ciudad masculina, a diferencia de ese eterno femenino que es Buenos Aires. Los bares de piernas, el humor extremado, infantil y sexual de los santiaguinos, el orgullo patrio, la afición por los alcoholes, las miradas que saben ser arteras... En el bar Munich, casi Ñuñoa, domingo a la noche, un hombre canta encima de un bolero, se sube a la mesa, señala vagamente la calle. Hay cuatro o cinco hombres, también ebrios o semi-ebrios, lo miran con atención, lo aprueban, aplauden. Entra una chica delgada y con gorro, pide vino, no se entiende qué cosas dice, su aspecto es el de alguien que lleva días bebiendo. Habla desde el teléfono público. Empieza a llorar, se va. “Lo dejó su novio”, nos dice el hombre que tenemos al lado.
“Santiago sigue siendo un hervidero de la picaresca clásica. Por eso la recurrente proposición de que ‘Santiago es fome’ habla más que nada de la fomedad de quienes la enuncian, por lo general personas demasiado pendientes de la cartelera cultural y poco de la vida que pasa ante sus ojos”. Naturalmente, esa vida muchas veces no es pintoresca sino trágica, o triste. El escritor y periodista santiaguino, Roberto Merino, reunió sus crónicas de esta ciudad que quiere convertirse en la más moderna de Latinoamérica, y apela para ello a un deporte nacional: la destrucción de sus zonas más intensas y tradicionales. El libro se llama Horas perdidas en las calles de Santigo (Sudamericana, 2000, 280 páginas) y en el prólogo el autor señala: “En 1972, cuando tenía diez años y estaba en sexto, la profesora nos dio una tarea para ocupar en algo útil uno de esos extraños momentos de la escolaridad llamados ‘horas libres’: pintar un cuadro realista de cualquier rincón de la ciudad. Yo elegí la plazoleta de la iglesia de San Francisco, al borde de cuya fuente solía sentarme a la salida del colegio a pasar el rato con mis compañeros que esperaban ‘la Canal’ (el micro del recorrido Canal San Carlos, que subía por Providencia para perderse después Tabalada adentro). Tomándome al pie de la letra la petición de realismo, en mi pintura reproduje la palabra ‘pico’ que alguien había escrito en uno de los muros de la iglesia. Por supuesto que este exceso de celo fue pésimamente recibido, pero yo tenía la excusa –sobre todo después, ante el tribunal familiar- de que me habían dicho ‘pinta lo que ves todos los días’.
Es decir, me hice el tonto, porque sé que privadamente disfrutaba la socarronería. El bien del mal lo distinguía a un kilómetro, como también lo decente de lo procaz. De modo que había un temprano ejercicio de hipocresía en la licencia que me tomaba: representé una edificación prestigiosa –la casa del Pobre de Asís y a la vez un hito de la historia de Chile, características meritorias ante los ojos del profesorado- pero encontré la manera de introducir una versión innoble de ‘la voz de la calle’ para satisfacer un tipo de humor que puedo reconocer aún hoy entre mis debilidades”.
Sergio Di Nucci
Thursday, June 08, 2006
De un momento a otro: Historia latinoamericana al instante
"Al momento de escribir este artículo Alberto Fujimori lleva casi cuatro años en el poder", se lee en la página 98 de Historia escrita (Traducción de Laura Emilia Pacheco. México: Plaza y Janés, 2001, 184 páginas) de la periodista mexicana Alma Guillermoprieto. Al momento de redactar este post, en cambio, Fujimori estuvo más de diez años al frente del Perú, fue reelegido dos veces presidente en elecciones generales, vive exilado en Japón, y, desde el 11 de junio de 2001, espera que de un momento a otro llegue el agente de Interpol que lo arreste porque media en su contra una denuncia del Congreso peruano por crímenes contra la humanidad. El paso del tiempo entre los acontecimientos narrados y analizados y el momento de su lectura es tal vez el rasgo más característico del libro periodístico, en el sentido más mejorativo que pueda darse a este adjetivo equívoco, que es Historia escrita. Por cierto, comparte este rasgo con muchos libros; más con aquellos que pueblan las mesas de saldos que con aquellos que despueblan las de novedades. El restricto género al que pertenece es la reflexión sobre el pasado reciente. Es decir, la historia antes que la futurología, el gusto por el pasado antes que por erigirse en orientación sobre los rumbos de una actualidad esquiva aun a las profecías más sabias.
"Si me atrevo a ofrecer a los lectores los textos que conforman este libro", dice Guillermoprieto en la "Introducción" (p.5), es para "recrear" a los "actores políticos de nuestra época". Una época, la nuestra, que está definida en términos temporales amplios. De su pentagonía, Marcos, Evita, El Che, Fidel y Vargas Llosa, la abanderada murió en 1952 y el guerrillero fue asesinado en 1967. En estos dos últimos casos, los artículos que Guillermoprieto propone ganan su actualidad porque se trata de notas bibliográficas (de 1996 y 1997) que reseñan obras, cinematográficas y biográficas, dedicadas en la década de 1990 a biografiar a esas dos personas argentinas exportables par excellence. El artículo sobre Fidel es también ampliamente informado y bibliográfico.
La extensa reseña de 1994 de la autobiografía de Mario Vargas Llosa, El pez en el agua, es una de las mejores piezas que se hayan escrito sobre el exitoso novelista y fallido candidato presidencial peruano. Desde el punto de vista político, sin embargo, despertará, inevitablemente, sonrisas en algunos lectores profetas del pasado, sobre todo cuando Guillermoprieto explica, con las razones más plausibles que se conseguían en 1994, cómo no se debe hacer campaña política en el Perú. Porque Alejandro Toledo acabó por ganarle las elecciones presidenciales peruanas, con el apoyo de Vargas Llosa, y un programa económico neoliberal nada desemejante, a un Alan García al que se había declarado muerto más allá de toda resurrección cardíaca.
Los dos artículos sobre el zapatista Marcos demuestran parejos poderes analíticos, aunque casi todo lo que se dice aquí puede leerse, es cierto que menos condensadamente, en otros lados. Tampoco puede reprochársele a su autora todo lo ocurrido después, como que ya estemos del otro lado de esa larga marcha sobre México DF cuyo anuncio es el gran interrogante de la página 181 y final del libro.
La traducción española de una obra tan latinoamericana escrita en inglés, que avanza desde el Cono Sur hasta México, eligió la vía de un lenguaje al mejor estilo MTV latino, reconocible por todos y no filiable por nadie. A veces, sin embargo, no tan reconocible, por imperio del anglicismo: se llama "deuda exterior" a la deuda externa, "confederaciones laborales" a los sindicatos; hay otros desafíos a la inteligencia del lector. También hay descuidos: Miguel Gutiérrez Correa (p. 83) se convierte en la misma página en González Correa, etc.
En suma, a favor de Historia Escrita obra en primer lugar el valor intrínseco del libro, pero no su actualidad. En segundo lugar, su muy razonable extensión, que permite a quienes no leen o no coleccionan The New York Review of Books tener entre dos tapas y en latino una útil antología de temas hispanoamericanos, ellos sí de actualidad en sentido amplio, desde una no menos razonable posición liberal.
Javier de Pablo
"Si me atrevo a ofrecer a los lectores los textos que conforman este libro", dice Guillermoprieto en la "Introducción" (p.5), es para "recrear" a los "actores políticos de nuestra época". Una época, la nuestra, que está definida en términos temporales amplios. De su pentagonía, Marcos, Evita, El Che, Fidel y Vargas Llosa, la abanderada murió en 1952 y el guerrillero fue asesinado en 1967. En estos dos últimos casos, los artículos que Guillermoprieto propone ganan su actualidad porque se trata de notas bibliográficas (de 1996 y 1997) que reseñan obras, cinematográficas y biográficas, dedicadas en la década de 1990 a biografiar a esas dos personas argentinas exportables par excellence. El artículo sobre Fidel es también ampliamente informado y bibliográfico.
La extensa reseña de 1994 de la autobiografía de Mario Vargas Llosa, El pez en el agua, es una de las mejores piezas que se hayan escrito sobre el exitoso novelista y fallido candidato presidencial peruano. Desde el punto de vista político, sin embargo, despertará, inevitablemente, sonrisas en algunos lectores profetas del pasado, sobre todo cuando Guillermoprieto explica, con las razones más plausibles que se conseguían en 1994, cómo no se debe hacer campaña política en el Perú. Porque Alejandro Toledo acabó por ganarle las elecciones presidenciales peruanas, con el apoyo de Vargas Llosa, y un programa económico neoliberal nada desemejante, a un Alan García al que se había declarado muerto más allá de toda resurrección cardíaca.
Los dos artículos sobre el zapatista Marcos demuestran parejos poderes analíticos, aunque casi todo lo que se dice aquí puede leerse, es cierto que menos condensadamente, en otros lados. Tampoco puede reprochársele a su autora todo lo ocurrido después, como que ya estemos del otro lado de esa larga marcha sobre México DF cuyo anuncio es el gran interrogante de la página 181 y final del libro.
La traducción española de una obra tan latinoamericana escrita en inglés, que avanza desde el Cono Sur hasta México, eligió la vía de un lenguaje al mejor estilo MTV latino, reconocible por todos y no filiable por nadie. A veces, sin embargo, no tan reconocible, por imperio del anglicismo: se llama "deuda exterior" a la deuda externa, "confederaciones laborales" a los sindicatos; hay otros desafíos a la inteligencia del lector. También hay descuidos: Miguel Gutiérrez Correa (p. 83) se convierte en la misma página en González Correa, etc.
En suma, a favor de Historia Escrita obra en primer lugar el valor intrínseco del libro, pero no su actualidad. En segundo lugar, su muy razonable extensión, que permite a quienes no leen o no coleccionan The New York Review of Books tener entre dos tapas y en latino una útil antología de temas hispanoamericanos, ellos sí de actualidad en sentido amplio, desde una no menos razonable posición liberal.
Javier de Pablo
Sunday, June 04, 2006
Si Loach confunde historia con ficción
Hombre de izquierda, el cineasta británico Ken Loach, reciente triunfador en el Festival de Cannes, juzga culpable de “máxima traición” al Partido Laborista. No al actual, guiado por Tony Blair: eso se da por descontado. Sino al de los años 80s, mucho más de izquierda. Entrevistado por Tom Behan para la revista de historia Zapruder (Ediciones Odradek), Loach afirma que, en ese entonces, “los dirigentes laboristas estaban por la ruina de los mineros y la victoria de Thatcher” en el dilema sindical que dividía al país. Además, deduce el director, “su proyecto fue siempre salvaguardar el capitalismo”.
Hay más. Evocando su film sobre la guerra de España Tierra y Libertad, Loach revela que Stalin quiso sofocar los movimientos revolucionarios ibéricos, “porque estaba tejiendo lazos económicos con Occidente”. En realidad, agrega, la propaganda sobre la amenaza soviética era “ridícula”, porque la experiencia española demostraba ampliamente que Moscú no tenía intenciones agresivas reales. Por eso la guerra fría, según Loach, fue, toda ella, una gigantesca “burla” dirigida a la opinión pública. La guerra civil en Grecia, el golpe de Praga, el bloqueo de Berlín, Corea, Budapest 1956, la crisis de los misiles en Cuba: puro humo en los ojos de aquellos ingenuos que creyeron en la contraposición entre la Urss y Occidente.
¿Qué decir? A Loach no le falta pasión, además de talento artístico. Pero acaso ame demasiado su trabajo de cineasta. Al punto de trocar la historia con la ficción.
Antonio Carioti (para el C.d.S., 3 de junio de 2006).
Saturday, May 20, 2006
De pronto, el campus: Latinoamérica vista desde Harvard
A la producción histórica, sociológica, politológica, y económica sobre el pasado latinoamericano más reciente le resulta inútil pretender escaparse de dos peligros tan complementarios como implacables. Tanto más, cuanto ha sido emprendida en el mundo universitario norteamericano. Desde el punto de vista periodístico, sus temas y tópicos están lo suficientemente alejados del presente como para que el ayer y anteayer en que se ubican hayan perdido todos los prestigios y atractivos comerciales de una novedad o de una iluminación sobre una coyuntura oscura o de otro modo menos inexplicable. Y desde el punto de vista académico, el pasado al que se refieren está lo suficientemente cerca como para que sea imposible, más acá de los méritos de los autores, que estas investigaciones se conviertan en textos standard, más o menos definitivos y establecidos como referencias y perspectivas a tomar en cuenta de una manera relativamente inexorable.
Estas advertencias generales se verifican plenamente en el caso especial de Audacious Reforms: Institutional Invention and Democracy in Latin America (Baltimore and London: The Johns Hopkins University Press, 2000, 272 páginas), de Merilee S. Grindle, profesora de Desarrollo Internacional en la Universidad de Harvard. Su tema son aquellas reformas que en Venezuela, Bolivia y Argentina se proponían permitir una mayor participación ciudadana en los gobiernos regionales, locales y comunales. El énfasis está puesto sobre la ampliación de los derechos políticos, sobre la capacidad activa de elegir y pasiva de ser elegido en las municipalidades y gobiernos autónomos de las ciudades. ¿Por qué los Estados, las élites políticas y los partidos renuncian a ejercer un poder directo y discrecional y lo ceden a la ciudadanía? Esta es la pregunta que funciona como heurística de Audacious Reforms. Hay que decir que es una pregunta ingenua, cuyos supuestos no tienen justificación, aunque sean muy estudiadas (por la autora) las respuestas y estén dispuestas en cuadros sinópticos ("boxes") muy primorosos (es imposible mirar el de la página 36 sin sonreír).
El problema mayor del libro es que el tópico preferido parece haber perdido la relevancia que su autora le auguraba, acaso con excelentes razones, cuando inició la investigación. Los cambios revolucionarios de la presidencia de Hugo Chávez en Venezuela, la protesta social en Bolivia, las consecuencias de la terca recesión argentina barrieron o dejaron en un muy segundo plano las trabajadas mutaciones institucionales que interesan a Grindle, a veces desde un punto de visto demasiado jurídico -en el sentido más estrecho del término. Por supuesto que esas metamorfosis se encuentran muy bien analizadas, que la perspectiva comparativa es muy útil y aun indispensable para entenderlas, y que el lector informado queda mucho más enterado de innúmeros aspectos después de leer el libro y sabe que no perdió todo su tiempo ni su dinero.
Una cuestión irresoluble es que aquellos hipotéticos lectores informados tienden a ser más bien pocos. Y, por lo dicho más arriba, es un libro que es improbable que se emplee universitariamente en las carreras y cursos de grado. Es carne de bibliografía de seminario de posgrado, de congreso, de centro de estudios para el análisis de la realidad latinoamericana; puede servir a periodistas y a legisladores.
En la contratapa, un profesor de la Northwestern University elogia, entre otras hipérboles, la "engaging prose" de Grindle. Hay que decir, también, que en verdad es sólo una correcta prosa académica, candorosa y repetitiva.
Javier de Pablo
Estas advertencias generales se verifican plenamente en el caso especial de Audacious Reforms: Institutional Invention and Democracy in Latin America (Baltimore and London: The Johns Hopkins University Press, 2000, 272 páginas), de Merilee S. Grindle, profesora de Desarrollo Internacional en la Universidad de Harvard. Su tema son aquellas reformas que en Venezuela, Bolivia y Argentina se proponían permitir una mayor participación ciudadana en los gobiernos regionales, locales y comunales. El énfasis está puesto sobre la ampliación de los derechos políticos, sobre la capacidad activa de elegir y pasiva de ser elegido en las municipalidades y gobiernos autónomos de las ciudades. ¿Por qué los Estados, las élites políticas y los partidos renuncian a ejercer un poder directo y discrecional y lo ceden a la ciudadanía? Esta es la pregunta que funciona como heurística de Audacious Reforms. Hay que decir que es una pregunta ingenua, cuyos supuestos no tienen justificación, aunque sean muy estudiadas (por la autora) las respuestas y estén dispuestas en cuadros sinópticos ("boxes") muy primorosos (es imposible mirar el de la página 36 sin sonreír).
El problema mayor del libro es que el tópico preferido parece haber perdido la relevancia que su autora le auguraba, acaso con excelentes razones, cuando inició la investigación. Los cambios revolucionarios de la presidencia de Hugo Chávez en Venezuela, la protesta social en Bolivia, las consecuencias de la terca recesión argentina barrieron o dejaron en un muy segundo plano las trabajadas mutaciones institucionales que interesan a Grindle, a veces desde un punto de visto demasiado jurídico -en el sentido más estrecho del término. Por supuesto que esas metamorfosis se encuentran muy bien analizadas, que la perspectiva comparativa es muy útil y aun indispensable para entenderlas, y que el lector informado queda mucho más enterado de innúmeros aspectos después de leer el libro y sabe que no perdió todo su tiempo ni su dinero.
Una cuestión irresoluble es que aquellos hipotéticos lectores informados tienden a ser más bien pocos. Y, por lo dicho más arriba, es un libro que es improbable que se emplee universitariamente en las carreras y cursos de grado. Es carne de bibliografía de seminario de posgrado, de congreso, de centro de estudios para el análisis de la realidad latinoamericana; puede servir a periodistas y a legisladores.
En la contratapa, un profesor de la Northwestern University elogia, entre otras hipérboles, la "engaging prose" de Grindle. Hay que decir, también, que en verdad es sólo una correcta prosa académica, candorosa y repetitiva.
Javier de Pablo
Friday, May 05, 2006
Cómo convertirse en periodista
¿Cómo escribir en los diarios, cómo hablar en la radio y en la televisión, cómo hacer carrera “en comunicación”? Existe un libro que responde a estas preguntas. Quien lo lea y sepa penetrar el sentido de sus máximas se convertirá en todo un periodista. Más que un manual es una biblia. Jean Dutourd, de la Academia francesa, escribió hace más de quince años Ca bouge dans le prêt-à-porter: Traité de Journalisme (París, Flammarion, 1989, 178 páginas), donde repasa los lugares comunes del periodismo francés, que resulta tan nuestro.
Entre tantas revelaciones, no falta información, por ejemplo, sobre los títulos de notas que aluden siempre a los mismos films. Como el buñuelesco discreto encanto de la burguesía: Es posible hallarle un encanto discreto a casi todo, descubre Dutourd: "el discreto encanto de un libro, de un filósofo, de las elecciones municipales, de los bancos nacionalizados, hasta de los ensayos atómicos”.
O sobre el periodismo de las páginas rojas tan Clarín, o tan María Laura Santillán. Acerca de las notas correctas en la prensa, escribe Dutourd que “el caso del incesto exige tacto. Si se produce entre hermano y hermana, o entre madre e hijo, no es tan malo y hasta puede, en rigor, producir una sonrisa. ‘Por el contrario’, entre un padre y su hija, es una ‘monstruosidad’, una ‘agresión intolerable’ que conviene ‘sancionar sin piedad’".
Ser de izquierda en el periodismo cultural es algo casi natural, habla bien de uno, los lectores se sienten cómodos como cuando su vecino raro se compra un perro. Por eso el periodista de derecha es siempre, por definición, un enfermo, un psicótico. Sin embargo, “el periodista de izquierda que cae en la redacción de un diario de derecha es como un parisino en provincias. Lo que dice más acerca de las derechas nacionales que de la izquierda francesa". Así en el cielo como en la tierra.
Sergio Di Nucci
Entre tantas revelaciones, no falta información, por ejemplo, sobre los títulos de notas que aluden siempre a los mismos films. Como el buñuelesco discreto encanto de la burguesía: Es posible hallarle un encanto discreto a casi todo, descubre Dutourd: "el discreto encanto de un libro, de un filósofo, de las elecciones municipales, de los bancos nacionalizados, hasta de los ensayos atómicos”.
O sobre el periodismo de las páginas rojas tan Clarín, o tan María Laura Santillán. Acerca de las notas correctas en la prensa, escribe Dutourd que “el caso del incesto exige tacto. Si se produce entre hermano y hermana, o entre madre e hijo, no es tan malo y hasta puede, en rigor, producir una sonrisa. ‘Por el contrario’, entre un padre y su hija, es una ‘monstruosidad’, una ‘agresión intolerable’ que conviene ‘sancionar sin piedad’".
Ser de izquierda en el periodismo cultural es algo casi natural, habla bien de uno, los lectores se sienten cómodos como cuando su vecino raro se compra un perro. Por eso el periodista de derecha es siempre, por definición, un enfermo, un psicótico. Sin embargo, “el periodista de izquierda que cae en la redacción de un diario de derecha es como un parisino en provincias. Lo que dice más acerca de las derechas nacionales que de la izquierda francesa". Así en el cielo como en la tierra.
Sergio Di Nucci
Thursday, April 27, 2006
Máscaras napolitanas
Como la lengua inglesa según el doctor Samuel Johnson, la literatura argentina está resignada a la tiranía del tiempo y de la moda, expuesta a las corrupciones de la ignorancia y a los caprichos de la innovación. Los bajos del temor (Barcelona: Tusquets, 1992, 294 páginas) es una novela que evita limpiamente el último de estos peligros. Fiel a la doctrina johnsoniana que iguala el cambio con la degeneración, en nada innova Vlady Kociancich. Apoyada sobre un esquema narrativo tradicional, el boy meets girl, revela párrafo a párrafo previsibles filiaciones; la más notoria, la de Adolfo Bioy Casares.
Tal filiación adopta numerosas manifestaciones; se encuentra en la copia servil ("la imaginación –dice Kociancich en su novela de enmascarados napolitanos- es un peligro"; "el verdadero estorbo -había dicho Bioy en "Máscaras venecianas"- es la imaginación"), en el uso de frases tic para caracterizar a los personajes, en los ambientes (de Italia al Tigre), en la tendencia a prodigar sentencias y máximas.
"Un solo ser nos falta y todo se despuebla" advierte irónicamente el epígrafe que la novela atribuye a Stendhal. Todo el despliegue de bien aprendidos mecanismos es incapaz, por sí solo, de recuperar el encanto del modelo. Kociancich ofrece, en cambio, un ilimitado repertorio de frases zen ("Cuando la gente calla, hablan las cosas", "La pérdida y la espera son el beneficio del jugador, no la ganancia"), una summa nada teológica de metáforas banales ("el Obelisco, faro de peatones histéricos y colectivos prepotentes"), un lenguaje exquisito: a diferencia de los personajes de Bioy, los de Kociancich fruncen el ceño, escuchan rugidos de fieras, conocen personas inéditas.
Carente de naturalidad, Los bajos del temor es una novela que ha sido compuesta renglón por renglón, sin sentido del párrafo o del conjunto. Alguna vez Kociancich escribió que "la busca de sospechosas coincidencias argumentales o temáticas es el oscuro goce de muchos". Con un cierto horror estoico podría afirmarse que su novela sólo ha sido generosa para las oscuridades de la crítica de fuentes.
Javier de Pablo
Sunday, April 23, 2006
Simone de Beauvoir: una introducción acrítica
En The Truants (1982), William Barrett recuerda que Simone de Beauvoir durante su viaje por Estados Unidos fingía entender el inglés, un idioma en el que no podía mantener un diálogo simple. Lo que no le impidió, después, cuando compuso sus abultadas memorias, abusar de la retórica de la autoridad y reproducir en su ilusoria integridad extensas conversaciones. Barrett se pregunta para qué cruzó el Atlántico la filósofa y novelista existencialista francesa, si una vez en París iba a reiterar un inventario de clichés que ya traía en el viaje de ida dentro de su valija. En "Mlle. Gulliver en Amérique", uno de los ensayos que forman On the Contrary (1962), Mary McCarthy había ofrecido una versión de Simone de Beauvoir desde el lugar de la mujer. Más cruel, menos general que el filósofo Barrett, más concreta, McCarthy había repertoriado todos aquellos lugares comunes parisinos. Hay que decir que ni Barrett, ni McCarthy están siquiera aludidos en Edward Fullbrook and Kate Fullbrook, Simone de Beauvoir: A Critical Introduction (Cambridge: Polity, 1998), una muy sumaria introducción que resume vida y pensamiento de la autora francesa mejor conocida del siglo XX.
Fullbrook & Fullbrook tampoco tienen tiempo ni paciencia con L'Amérique au jour le jour (el libro de Simone de Beauvoir sobre los Estados Unidos, publicado en 1954, al que curiosamente clasifican como "essay", y no como "memoirs", o "travelogue"). Es posible que estos profesores universitarios encuentren irritante la facilidad y felicidad de la filósofa (como toda maestra de secundario) para registrar y transmitir gossip. Pero Simone de Beauvoir: A Critical Introduction es la venganza de Angloamérica contra la filósofa de París. Aquí le devuelven con creces a Beauvoir cualquier incomprensión de la somera gramática de la lengua inglesa o de los difíciles matices sociales de los mataderos de Chicago. En una colección que se llama “Key Thinkers”, los Fullbrook emprenden una explicación completa, obra por obra. De ficción y de "teoría". Los autores evitan comentar los escritos autobiográficos y de viajes, que forman más de la mitad de los textos de una escritora a la que por otra parte ya habían dedicado un libro anterior, Jean-Paul Sartre and Simone de Beauvoir: The Remaking of a Twentieth Century Legend.
Libros como los que Daniel Balderston o Sylvia Molloy dedicaron a Jorge Luis Borges o Suzanne Jill Levine a Adolfo Bioy Casares, son tanto más peligrosos porque la mitad de los datos que contienen es muy correcta, y porque suponen que sus lectores van a desconocer las obviedades que registran. La comparación del caso de Simone de Beauvoir (y Sartre) con el de Biorges, según fusionaba los nombres el profesor de Yale y agente de la CIA Emir Rodríguez Monegal, no es caprichosa. La admiración universitaria europea y norteamericana por los argentinos era (es, sigue siendo) prolongada y extraordinaria, pero profundamente ahistórica. A la larga, Biorges se volvía indiscernible de Italo Calvino, de Juan José Arreola o Augusto Monterroso. El libro de los/las Fullbrook somete a la Beauvoir a ese tipo de disección sub specie aeternitatis. Los efectos de anacronismo son grotescos. Al hablar de Emmanuel Lévinas, lo confunden con el famoso pensador de la alteridad elogiado por Juan Pablo II en la década de 1990, pero ignoran qué hacía el filósofo judío 50 años antes, precisamente cuando Beauvoir se ocupaba de él. La bibliografía es enteramente anglófona, y parece ignorar por completo a las escritoras mujeres francesas con las que Beauvoir colaboró o debatió o a quienes promovió (y aun imitó), así como también está ausente cualquier referencia a aquellos movimientos de ideas franceses a los que Beauvoir alude permanente e irremediablemente. No falta en el catálogo, en cambio, ninguna tenured feminist. Entre ellas, conspicua, la doctora Elizabeth Fallaize, que les devolvió los elogios con una cálida recomendación en la contratapa.
Javier de Pablo
Fullbrook & Fullbrook tampoco tienen tiempo ni paciencia con L'Amérique au jour le jour (el libro de Simone de Beauvoir sobre los Estados Unidos, publicado en 1954, al que curiosamente clasifican como "essay", y no como "memoirs", o "travelogue"). Es posible que estos profesores universitarios encuentren irritante la facilidad y felicidad de la filósofa (como toda maestra de secundario) para registrar y transmitir gossip. Pero Simone de Beauvoir: A Critical Introduction es la venganza de Angloamérica contra la filósofa de París. Aquí le devuelven con creces a Beauvoir cualquier incomprensión de la somera gramática de la lengua inglesa o de los difíciles matices sociales de los mataderos de Chicago. En una colección que se llama “Key Thinkers”, los Fullbrook emprenden una explicación completa, obra por obra. De ficción y de "teoría". Los autores evitan comentar los escritos autobiográficos y de viajes, que forman más de la mitad de los textos de una escritora a la que por otra parte ya habían dedicado un libro anterior, Jean-Paul Sartre and Simone de Beauvoir: The Remaking of a Twentieth Century Legend.
Libros como los que Daniel Balderston o Sylvia Molloy dedicaron a Jorge Luis Borges o Suzanne Jill Levine a Adolfo Bioy Casares, son tanto más peligrosos porque la mitad de los datos que contienen es muy correcta, y porque suponen que sus lectores van a desconocer las obviedades que registran. La comparación del caso de Simone de Beauvoir (y Sartre) con el de Biorges, según fusionaba los nombres el profesor de Yale y agente de la CIA Emir Rodríguez Monegal, no es caprichosa. La admiración universitaria europea y norteamericana por los argentinos era (es, sigue siendo) prolongada y extraordinaria, pero profundamente ahistórica. A la larga, Biorges se volvía indiscernible de Italo Calvino, de Juan José Arreola o Augusto Monterroso. El libro de los/las Fullbrook somete a la Beauvoir a ese tipo de disección sub specie aeternitatis. Los efectos de anacronismo son grotescos. Al hablar de Emmanuel Lévinas, lo confunden con el famoso pensador de la alteridad elogiado por Juan Pablo II en la década de 1990, pero ignoran qué hacía el filósofo judío 50 años antes, precisamente cuando Beauvoir se ocupaba de él. La bibliografía es enteramente anglófona, y parece ignorar por completo a las escritoras mujeres francesas con las que Beauvoir colaboró o debatió o a quienes promovió (y aun imitó), así como también está ausente cualquier referencia a aquellos movimientos de ideas franceses a los que Beauvoir alude permanente e irremediablemente. No falta en el catálogo, en cambio, ninguna tenured feminist. Entre ellas, conspicua, la doctora Elizabeth Fallaize, que les devolvió los elogios con una cálida recomendación en la contratapa.
Javier de Pablo
Friday, April 14, 2006
"Y ya que mi mierda es fina / y a todo nazi lo alcanza"
Un delantero nigeriano que juega en la cuarta división del futbol alemán hizo, por rabia, el saludo nazi, brazo en alto, a los hinchas del equipo contrario. Apriti cieli. Los hinchas saltaron a la cancha para correr al jugador que, después de tanta paciencia, quiso provocar la misma ira que durante años había sufrido en contra de él mismo. Es cierto: en teoría, alzar el brazo puede entenderse como una nítida apología del nazismo. Pero quizá algunas clamorosas respuestas sirvan a tantos superficiales para entender que llamar a alguien mono porque es negro, o mafioso porque es italiano, o gay porque es homosexual no se debe hacer (ni pensar).
N. Wet
N. Wet
Sunday, April 09, 2006
El indoamericanismo de anteayer: Jorge Abelardo Ramos
Desde un restricto punto de vista, el interés que conservan los libros de Jorge Abelardo Ramos parece firme y permanente. Aquel no es otro que el de la historia de la historiografía argentina. Porque el de Ramos fue uno de los períodos a la vez más polémicos y fecundos de ésta. Historia de la Nación Latinoamericana es una obra que responde, aunque con rasgos de originalidad y estilo propios, a los caracteres más generales del nacionalismo populista de izquierda de los años ’60. Ramos adopta aquí, como en gruesa filigrana, una visión y una perspectiva encendidamente entusiasta pero encendidamente crítica con respecto al peronismo revolucionario que habría de esperar a la década siguiente para presenciar en Ezeiza la Segunda Venida de Perón.
Los lectores de los textos de Ramos de los ’50 advertirán en la presente obra los desplazamientos ocurridos desde Indoamérica (con inflexiones a la José Carlos Mariátegui) hasta la actual Nación Latinoamericana. Del mismo modo, la ideología, en términos muy amplios, es menos marxista de lo que aún el autor querría proclamar, y ya más tercermundista, más latinoamericanizante -como lo es su objeto de estudio-, más atenta a los valores de la peculiaridad histórica continental, valores que muchas veces Ramos infiere, sin mediaciones, de esa peculiaridad misma.
Los primeros ocho capítulos encuentran su desarrollo en los acontecimientos que se extienden desde la expulsión de los musulmanes de España en 1492 hasta la fragmentación política del Río de la Plata con la creación del Uruguay independiente en 1828. Ramos es un buen narrador tradicional, y la suya es una historia narrativa, por más que vaya acompañada por las debidas notas al pie donde escarnece a Stalin y elogia a Trotsky. Hay retratos de los personajes, desde Enrique el Impotente, “cuya discutida virilidad clamaba al cielo”, hasta Julián Segundo de Agüero, “aquel cura ateo y ambiguo togado que le aconsejó sibilinamente [a Lavalle] el fusilamiento de Dorrego”. Son estos caprichosos personajes quienes hacen avanzar la acción, aunque Ramos recuerde hacernos notar que aquellos se ven movidos como peones por los intereses de clase u otras fuerzas tan objetivas como irreprimibles en su propio avance.
Así como otras tantas historias que buscaron ser científicas, la narrativa de Ramos resulta hoy fechada. Esta antigüedad puede ser uno de sus encantos para el lector independiente, y su mayor interés para el historiógrafo, pero convierte a esta Historia de la Nación Latinoamericana en una obra inútil como guía confiable sobre su tema para el público general. Los conocimientos, las fuentes, la bibliografía resultaban ideológicos y nada definitivos hace cuarenta años; esta característica de la obra se ha acentuado todavía más. Sean cuales sean, si existen hoy, los herederos de la tradición de Ramos, tampoco ellos probablemente podrán aceptar hoy su visión de la Historia, y ni siquiera de la historia continental, sin reparos y reparaciones. Ramos es demasiado nacionalista para el gusto de hoy, busca con demasiado tesón los rasgos capaces de otorgar una unidad nacional a espacios que ahora nos resultan sospechosamente multiculturales o multiétnicos (así, elogia a los Reyes Católicos o a las potencialidades de las lenguas quechua y aymará en el Incario).
Fuera de la historia profesional -para la cual la Historia de la Nación Latinoamericana de Ramos se ha vuelto inviable-, en el interior de la izquierda, sea férreamente partidaria o suavemente intelectual, el sistema de reflejos y prejuicios es hoy acaso no más complejo, pero sí muy diverso y aun divergente en sus preferencias y énfasis al de entonces.
Javier de Pablo
Los lectores de los textos de Ramos de los ’50 advertirán en la presente obra los desplazamientos ocurridos desde Indoamérica (con inflexiones a la José Carlos Mariátegui) hasta la actual Nación Latinoamericana. Del mismo modo, la ideología, en términos muy amplios, es menos marxista de lo que aún el autor querría proclamar, y ya más tercermundista, más latinoamericanizante -como lo es su objeto de estudio-, más atenta a los valores de la peculiaridad histórica continental, valores que muchas veces Ramos infiere, sin mediaciones, de esa peculiaridad misma.
Los primeros ocho capítulos encuentran su desarrollo en los acontecimientos que se extienden desde la expulsión de los musulmanes de España en 1492 hasta la fragmentación política del Río de la Plata con la creación del Uruguay independiente en 1828. Ramos es un buen narrador tradicional, y la suya es una historia narrativa, por más que vaya acompañada por las debidas notas al pie donde escarnece a Stalin y elogia a Trotsky. Hay retratos de los personajes, desde Enrique el Impotente, “cuya discutida virilidad clamaba al cielo”, hasta Julián Segundo de Agüero, “aquel cura ateo y ambiguo togado que le aconsejó sibilinamente [a Lavalle] el fusilamiento de Dorrego”. Son estos caprichosos personajes quienes hacen avanzar la acción, aunque Ramos recuerde hacernos notar que aquellos se ven movidos como peones por los intereses de clase u otras fuerzas tan objetivas como irreprimibles en su propio avance.
Así como otras tantas historias que buscaron ser científicas, la narrativa de Ramos resulta hoy fechada. Esta antigüedad puede ser uno de sus encantos para el lector independiente, y su mayor interés para el historiógrafo, pero convierte a esta Historia de la Nación Latinoamericana en una obra inútil como guía confiable sobre su tema para el público general. Los conocimientos, las fuentes, la bibliografía resultaban ideológicos y nada definitivos hace cuarenta años; esta característica de la obra se ha acentuado todavía más. Sean cuales sean, si existen hoy, los herederos de la tradición de Ramos, tampoco ellos probablemente podrán aceptar hoy su visión de la Historia, y ni siquiera de la historia continental, sin reparos y reparaciones. Ramos es demasiado nacionalista para el gusto de hoy, busca con demasiado tesón los rasgos capaces de otorgar una unidad nacional a espacios que ahora nos resultan sospechosamente multiculturales o multiétnicos (así, elogia a los Reyes Católicos o a las potencialidades de las lenguas quechua y aymará en el Incario).
Fuera de la historia profesional -para la cual la Historia de la Nación Latinoamericana de Ramos se ha vuelto inviable-, en el interior de la izquierda, sea férreamente partidaria o suavemente intelectual, el sistema de reflejos y prejuicios es hoy acaso no más complejo, pero sí muy diverso y aun divergente en sus preferencias y énfasis al de entonces.
Javier de Pablo
Thursday, April 06, 2006
Breve historia de la literatura francesa, por Émile Faguet
El nacimiento de una gran literatura, y la defensa e ilustración de la lengua, han sido los dos elementos esenciales de la unidad de la cultura francesa desde el siglo XIII hasta el XX. La elite francesa ha hecho suya hace más de cuatro siglos la obra de los humanistas, y en adelante quiso imitar la perfección de la forma de los antiguos. Ningún pueblo moderno le acordó más importancia al estilo, a la elocuencia, a la elección de las palabras; Francisco I, Enrique IV, y sus descendientes, fueron escritores clásicos.
¿Por qué es interesante leer la historia de una literatura nacional europea, es decir, desde sus orígenes medievales hasta el siglo XX –ya que todas las europeas tienen sus orígenes en la edad media? En principio, porque la de Émile Faguet (1847-1916) es una historia literaria escrita por una persona que no leyó nada de segunda mano sino que leyó todos los textos que la conforman. Y que además lo hace sin notas al pie, ni bibliografías, sino por un gusto por lo concreto, que finalmente son las obras mismas. La historia literaria que Faguet publicó en 1913 es una historia narrativa aunque no evolutiva, una historia personal pero que no dictada por el capricho, sino justamente que tiene la capacidad para formular juicios singulares, interesantes, y argumentar sobre todos los períodos y sobre todos los autores, de un modo cuyas conclusiones sorprenden siempre. Faguet no acepta ni una sola de las generalidades de los manuales, y cuando alguna de ella aparece, lo hace revitalizada, bajo una nueva luz. La conclusión de la obrita, no tiene más de 300 páginas, es que vale más la pena leer otra tragedia de Racine que cuatro tratados sobre el clasicismo. ¿Faguet es liberal, es conservador -entendido esto último como la incertitud radical respecto del futuro? Importa poco. Todo lo que toca este hombre vive, y cuando escribe, es decir cuando toca algo, no toca un libro, sino a un hombre, por eso lo que dice es algo siempre auténtico, genuino. Que esto sea excepcional, que esto resulte sorprendente, habla más de nuestras pobrezas. Faguet, por ejemplo, no le dedica un desarrollo intensivo a Stendhal, ni a Baudelaire –mencionado, además, como parnasiano. No se trata desde luego de omisiones -quién hoy puede acusarlo de eso- sino de criterios contemporáneos que quisiéramos imponerle al autor. Faguet quiere comunicar con la nitidez de su lenguaje la riqueza de las distinciones y variaciones, la alegría de la inteligencia, en palabras de Adolfo Bioy Casares. Cada autor, a la luz de esta historia, es distinto de cualquier otro, y se lo ve perfilado, nítido. La lectura que emprende Faguet es siempre antirrepresentativa. Las figuras que toma nunca son un avatar de algo, sino que valen por derecho propio, por eso su lectura enriquece nuestro entendimiento de la realidad.
André Gide, Azorín hablaron muy mal de Faguet. Y otro gran crítico, Albert Thibaudet, dijo lo siguiente: “Faguet conoció la literatura francesa desde adentro. No abrió grandes rutas pero recorrió todos los pequeños caminos. El suyo fue un vuelo de caza menor: ideas, sugerencias, construcciones. Sus libros mejores son sus sobre el siglo XVIII, el siglo XIX y Políticos y moralistas del siglo XIX, ellos arrojaron al mercado juicios que eran discutibles, pero que, eso era lo esencial, sabían hacerse discutir. Escribió sobre esas épocas cuatro o cinco libros de una época que sigue siempre viva, en especial porque hemos vivido en contra de ellos. El mismo creyó desde siempre que la facultad dominante de su espíritu era el arte de las preparaciones en el sentido anatómico: es decir, la presentación, la descomposición de un autor para su estudio. Pero de un autor muerto. Hay que desconfiar de la inteligente brochette de ideas con la que se descompone a un Calvino, a un Rousseau, a un Royer-Collard, a un Tocqueville, a un Proudhon. Sería difícil imaginar algo más antitético que estas preparaciones anatómicas para la historia natural de los espíritus, tal como la entendía Sainte-Beuve”. Y justamente Faguet, en las últimas páginas de esta pequeña historia, termina la descripción de un sucesor de Sainte-Beuve con estas palabras: "Renan era un hombre feliz, gozó en vida de una gloria sin mácula y, como si le hubiera faltado una recompensa suprema y definitiva, hoy lo injurian abundamentemente los imbéciles. A él le hubiera encantado".
Sergio Di Nucci
Thursday, March 30, 2006
Las aguas de la sed: o por qué la ironía nunca conquista el mundo
Entre las esculturas y telas expuestas en Devon (Inglaterra del Sur) en julio de 2005 durante el Festival de Arte Moderno, se hallaba una composición del artista conceptual norteamericano Wayne Hill. La obra se esforzaba por criticar al presidente de Estados Unidos, George W. Bush. Su título: “Arma de destrucción masiva”. Se trataba de una botella de plástico con agua que, se señalaba, había sido traída de la Antártida. Colocada sobre un pedestal, esta botella se ofrecía, además, como símbolo de los peligros del recalentamiento global. Justamente, ese día de verano en Devon hacía mucho calor. Un visitante, seguramente profano en arte moderno, creyó que era una botella de agua mineral más -y para su satisfacción vio que estaba casi llena. Así que aplacó su sed bebiéndose toda el agua. Nadie supo quién fue el santo bebedor, pero sin duda ignoraba que lo que bebió se tasaba en más de 63 mil euros. Cuentan que el artista lloraba. "Estaba ahí y de repente desapareció", repetía con incredulidad y desconsuelo. Sus amigos, solidarios, le propusieron sin maldad ni ironía que rellene la botella con sus lágrimas. Pero entonces Wayne Hill dejó de llorar.
Sergio Di Nucci
Monday, March 27, 2006
El camino de toda carne, o la literatura infanto juvenil
Como la contracepción, como los profilácticos, la literatura infanto-juvenil es tanto mejor cuanto más imperceptible. Es decir, cuanto menos se nota que fue escrita por adultos moralistas para la edificación de niños y adolescentes a quienes se supone tan dóciles como despistados. No es el caso The Watcher (New York: Atheneum, 1997), el libro de James Howe que resulta difícil llamar novela por su trama evanescente y entresoñada. Son 173 páginas muy contemplativas. En cada una de ellas el autor hace honor a su título. Siempre hay verbos que denotan la acción de mirar, y hasta de vigilar. Los personajes miran, ven o no ven, son observados, y, las más de las veces, son ninguneados por ojos que buscan horizontes que no están, nunca, muy cerca.
La historia central de The Watcher es la que leímos una y otra vez en los 1980s, a la mejor manera de Family Dancing (1985) de David Leavitt. Todas las familias que parecen más felices son las más desgraciadas. Cuando tus papás se divorcian, te encerrás a solas con un solo juguete: tu fantasía. Una fantasía llena de pijamas con dinosaurios y arenas movedizas, mientras en la televisión encendida un terráqueo agoniza en un film de ciencia-ficción. O, si tuviste suerte, y tus padres fueron buenos antes de divorciarse y separarte del hermanito que tanto les habías pedido, tu fantasía será alimentada con libros de James Howe. Porque The Watcher es la primera novela que Howe escribe para adolescentes, después de más de 50 títulos dedicados a los niños. En la vejez, Howe nos regalará su opus posthumum, una historia de adulterio alcohólico y suburbano para adultos a secas, una especie de versión hardcore de The Watcher. Sin embargo, por una confirmación quizás involuntaria de las teorías de los evolucionistas victorianos, en The Watcher quedan atavismos, restos fósiles del pasado de Howe como literato infantil. En cursiva, intercalada con la historia principal, hay otra, a veces escandida como si estuviera en verso, "demasiado fuerte / demasiado mágica / como para que alguien la resista" (p. 82).
La literatura infanto-juvenil (o para adultos jóvenes) cumple una nítida función social. Proporciona a las y los enseñantes de esa escuela tan verdaderamente media un conjunto de textos que no requieren ninguna explication de texte. Los y las adolescentes pueden ser obligados a leerlos, y cuando digan "no entiendo" siempre los vamos a castigar, porque están diciendo una mentira. En la literatura infanto-juvenil se entiende todo. Hay que reconocer que The Watcher es de lectura más fácil que El Poema de Mío Cid, El Lazarillo de Tormes, El Matadero, El Capitán Veneno, e incluso que El frasquito, Sebregondi retrocede, El Entenado o Plata Quemada, esos nuevos clásicos instantáneos de las escuelas secundarias argentinas. Hay que decir, también, que, a pesar de tantas facilidades, ni siquiera The Watcher quedaría huérfano de explicaciones: son las que demandan su contexto norteamericano, su esplendor de clintonismo y boom económico. La ficha del libro destinada a la Biblioteca del Congreso de Washington nos revela todo sobre los propósitos de Howe: Catalogar bajo "Family Problems, Fiction" y "Beaches, Fiction". La comparación se vuelve ineludible, y demuestra que las obras de autores infanto-juveniles argentinos son difíciles de sustituir (y aquí, como en todo lo infanto-juvenil, los rosarinos se han destacado).
Javier de Pablo
Friday, March 24, 2006
La corrección
Es una costumbre pensar, incluso en Argentina, que las ideas, buenas o malas, se combaten bajo una única forma: con ideas. Este principio banal y fundante, este lugar común de primer orden, deja cada vez más de serlo justamente en el lugar, en el espacio geográfico donde mejor se han promovido los valores (o los mitos, según quien los juzgue) con lo cuales se ha identificado Occidente en materia de libertades individuales. Ese lugar es Europa. A los casos epónimos de Oriana Fallaci y Alain Finkielkraut se agregan otros –recordemos que a la periodista italiana la juzgaron en tribunales por escribir que la inmigración árabe-musulmana resultaba una amenaza para la supervivencia de Europa, al filósofo francés estuvo a punto de ocurrirle lo mismo al cargar contra los magrebinos de la banlieue parisina. No hace tanto se dio a conocer el arresto del historiador negacionista David Irving, sobre la base de una ley austríaca que castiga la negación de la Shoah. Y luego los dos últimos casos de una larga cadena: el de Francia, donde por ley se exige que en las escuelas las maestras y profesores difundan el rol "positivo" del Imperio francés en sus colonias –aunque hubo luego un marcha atrás. Y el de República Checa, donde se ha penalizado negar que existió "genocidio" durante el pasado comunista del país.
Desde luego, parece no importar que las ideas que pueden llevar a la cárcel sean de derecha o de izquierda, o lo que hoy se entiende por eso. La cuestión, por su peso, excede el análisis de las buenas o malas razones, de las buenas o malas intenciones que existen para convertir una idea en un crimen (en el caso francés, la incorporación de las vacunas en las vastas zonas donde no se las conocía; en el caso checo, los asesinatos del régimen comunista, que sin embargo no derivó en "genocidio", palabra mayor). Todo más bien cae bajo las fauces chirles de lo políticamente correcto. Que conduce a imponer por ley las versiones de la Historia. Una ideología, la de la corrección política, que es tanto más peligrosa porque se presenta como progre y hasta de izquierda. Cuando amenazar con el encierro --y el peso de la ley-- por lo que uno expresa es hasta de una caricatura del totalitarismo en los inevitables films futuristas. El principio básico de "decir todo, censurar nada", ese lema fundante del liberalismo, se ha vuelto ahora radical, de cara al mundo indignadamente represor de lo políticamente correcto. Y por último, ¿qué efectos buscan quienes quieren forjar por ley una Historia a-histórica, de escuela primaria, legalista e institucional?
Sergio Di Nucci
Tuesday, March 21, 2006
Música y novelas inglesas. A propósito de Music and Silence de Rose Tremain
En el siglo XIX y aun en el XX, la novela de gran consumo fue siempre social. La vida del grupo, las relaciones del individuo con la colectividad ocupan allí un lugar mayor que las ensoñaciones de paseantes o conciencias solitarias. En la novela inglesa, el éxito de Dickens, pero también de Trollope, Bennett y Galsworthy se debe a sus capacidades y a su destreza para organizar aventuras donde las masas están en un fondo cuya irrupción es siempre inminente y amenazante. Si en el siglo XX la novela de la segunda posguerra ha perdido estas habilidades, si cuando lo intenta fracasa con estruendo como Martin Amis, una excepción notable ha sido la novela histórica. Music & Silence (publicó en Londres Chatto & Windus en 1999) no es la primera de Rose Tremain. Su best-seller Restoration había procurado mimetizarse con todos los brillos de la primera época empecinadamente brillante de la historia inglesa, el destape monárquico, católico y orgiástico que sucedió al fin del puritanismo en el poder.
El protagonista de Music & Silence es un intérprete de laúd, Peter Claire, que se une a la orquesta de la corte de Dinamarca en el siglo XVII, durante el reinado de Christian IV. La intriga, como algunas formas musicales, es una proposición a cuatro términos que amenaza con transformarse en ese paralogismo llamado quaterno terminorum, ese silogismo falaz porque un término está usado con dos sentidos. La esposa de Christian, Kirsten, confía al látigo de un conde su clímax sexual, y luego confía al papel el relato de su cristiana pasión y flagelación. La criada de Kirsten, Emilia, vive un amor correspondido con Peter. Descubierto el adulterio, Kirsten es expulsada, y se lleva a Emilia en su fuga. Peter no puede seguirla, porque --es el cuarto término falso (o un subrepticio quinto) de la falacia-- el rey lo retiene. Lo retiene por su música, pero también porque vive con él una amitié amoureuse, donde debaten en intimidad la dialéctica de la atracción y las finanzas del reino, en esas bodas no consumadas de amor y economía omnipresentes en los sonetos de Shakespeare y tantos textos del s. XVII de los que Music & Silence multiplica los ecos.
La ejecución de la novela está a la altura de las circunstancias de su concepción. Es decir que el estilo es ajustado y elástico a la vez, sin permitirse demasiados excesos en el pastiche de época. Consigue el ritmo necesario para los contrastes que se propone trazar entre el mundo de la corte y el exterior, la música y el silencio, los amos y los siervos, los frescos históricos y las intimidades femeninas. Es una novela histórica políticamente correcta, posterior a la liberación de la mujer. También pertenece al punto más alto del middle brow, cuando se derrumba el muro que separa a las producciones para las clases medias de la literatura a secas. Es una novela histórica que gustará a las lectoras macho y hembra del género. Pero que también puede ser envasada como literatura contemporánea, para ser saludada así por el British Council y los suplementos culturales de los diarios.
Javier de Pablo
El protagonista de Music & Silence es un intérprete de laúd, Peter Claire, que se une a la orquesta de la corte de Dinamarca en el siglo XVII, durante el reinado de Christian IV. La intriga, como algunas formas musicales, es una proposición a cuatro términos que amenaza con transformarse en ese paralogismo llamado quaterno terminorum, ese silogismo falaz porque un término está usado con dos sentidos. La esposa de Christian, Kirsten, confía al látigo de un conde su clímax sexual, y luego confía al papel el relato de su cristiana pasión y flagelación. La criada de Kirsten, Emilia, vive un amor correspondido con Peter. Descubierto el adulterio, Kirsten es expulsada, y se lleva a Emilia en su fuga. Peter no puede seguirla, porque --es el cuarto término falso (o un subrepticio quinto) de la falacia-- el rey lo retiene. Lo retiene por su música, pero también porque vive con él una amitié amoureuse, donde debaten en intimidad la dialéctica de la atracción y las finanzas del reino, en esas bodas no consumadas de amor y economía omnipresentes en los sonetos de Shakespeare y tantos textos del s. XVII de los que Music & Silence multiplica los ecos.
La ejecución de la novela está a la altura de las circunstancias de su concepción. Es decir que el estilo es ajustado y elástico a la vez, sin permitirse demasiados excesos en el pastiche de época. Consigue el ritmo necesario para los contrastes que se propone trazar entre el mundo de la corte y el exterior, la música y el silencio, los amos y los siervos, los frescos históricos y las intimidades femeninas. Es una novela histórica políticamente correcta, posterior a la liberación de la mujer. También pertenece al punto más alto del middle brow, cuando se derrumba el muro que separa a las producciones para las clases medias de la literatura a secas. Es una novela histórica que gustará a las lectoras macho y hembra del género. Pero que también puede ser envasada como literatura contemporánea, para ser saludada así por el British Council y los suplementos culturales de los diarios.
Javier de Pablo
Saturday, March 18, 2006
Elemental, Dr. Freud
Acaba de salir en Alemania una monumental biografía de Max Weber, en que su obra –no su vida- es analizada en base a “poluciones nocturnas, eyaculaciones precoces, ausencia de erecciones, dramática lucha con tentaciones onanistas”. Estos episodios son justamente las llaves interpretativas del complejo y sofisticado sistema filosófico de Weber: era inevitable que Weber describiera magistralmente el desencantamiento del mundo, porque, ante todo, Weber era un “maníaco-depresivo”. ¿Por qué este filósofo alemán enfatizó el politeísmo de los valores? Por la “privación del seno materno a la que fue sometido". ¿La importancia de la religiosidad en la obra? “Sus mórbidas patologías sexuales”. Desde ahora, la vida picante de Weber da qué pensar sobre otras grandes obras, y sus autores: “¿Y qué hay de esa famosa invocación ambigua y alusiva que cierra el Manifiesto del partido comunista, “proletarios de todo el mundo, uníos”? ¿No rebela eventualmente una secreta y reprimida propensión orgiástica del dúo (latentemente homo) de Marx y Engels?”, se pregunta Pierluigi Battista en el Corriere de la Sera.
Sergio Di Nucci
Thursday, March 16, 2006
La docta ignorancia
¿Un blog sobre libros? No del todo. Quien espere encontrar aquí un sustituto en español del Times Literary Supplement o de la New York Review of Books, un detalle puntual y puntilloso de las principales novedades bibliográficas, quedará sin duda desilusionado.
Más bien, y como de costumbre, se trata apenas de dar rienda suelta a nuestros caprichos: algunos textos que atesoramos con cariño y a los que volvemos una y otra vez, cierta frase que nos llama la atención, un párrafo cuyo sentido se sustrae a nuestros empeños interpretativos, el paciente seguimiento de una idea a través de sus múltiples metamorfosis, la arbitrariedad del gusto combinada con el rigor del argumento. En fin, el placer de la lectura (y de la relectura), una de las "bellas artes" sumida en el olvido a causa de este agitado mundo actual, cargado de un apresuramiento sin pausas ni propósito.
No podemos predecir a priori el tono o el contenido de nuestra flamante empresa. Que podamos en cambio, más temprano que tarde, anticipar algunas críticas dice bastante de la mala fe que persiste en ciertos ámbitos, adherida como está, sin redención posible, a la idiosincrasia argentina.
Digámoslo entonces de una buena vez: el único estándar que nuestras disquisiciones pretenderán cumplir es el de nuestra subjetividad lisa y llana. Nos interesa poco la reivindicación de la claridad y de la simplicidad que se esgrime en ciertos cuarteles periodísticos. Y no nos convencen las declamaciones de seriedad y de conocimiento que tanto abundan en las aulas y los papers universitarios. No porque no creamos en ellas. Somos gente básicamente anticuada, capaces de admirar las ideas claras y distintas como un horizonte al que debiéramos aspirar más que por cualquier nostalgia del cartesianismo.
Pero justamente eso es lo que este doble interdicto tiende a barrer bajo la alfombra. La claridad que imponen las redacciones editoriales presupone siempre el hecho de que hay que escribir para el más bajo denominador común, como si abstraer dicho denominador fuera posible en primera instancia. No quisiéramos (y no lo haremos) subestimar al lector con esa suerte de paternalismo “benévolo”. Además, no hace falta extenderse demasiado sobre los resultados de semejante criterio: un fárrago de generalidades, la homogeneización de la escritura -que en su carencia de rasgos distintivos, constituye la negación determinada de cualquier idea de estilo-, y un contenido tan falto de compromiso, tan incapaz de generar el menor estímulo que, si cambiáramos una parte del texto y se la adjudicáramos al titular de la columna de al lado, si reemplazáramos tan sólo los nombres propios, nadie notaría la diferencia. En ese juego de sustituciones, donde lo que se dice de un libro es válido para cualquier otro porque de ninguno se dice nada sustantivo, se debate el género actual de la reseña bibliográfica.
Las cosas no son mejores en la academia, aunque cada tanto aparezcan excepciones que logren restringir nuestro desaliento. Allí la seriedad se mide por la cantidad de notas al pie, la jerga abstrusa y las apelaciones a unas cuantas “novedades teóricas” que, ¡oh casualidad!, siempre provienen del mismo país. Una suerte de “docta ignorancia” con resultados opuestos a los que esperaba el bueno de Nicolás de Cusa: cuanto más encendida la “retórica de la sabiduría”, menor conciencia de la propia ignorancia.
En nuestros días, hacer una carrera se parece mucho a la adquisición de títulos de nobleza. Claro que aggiornados bajo la forma, eminentemente mercantil, de la licenciatura, la maestría y el doctorado. Con algo de fortuna, y buenas relaciones públicas, se obtendrá un pasar razonable en alguno de nuestros simpáticos feudos -la cátedra, el CONICET- que atestiguan nuestras venerables instituciones de investigación y de educación superior. Y como corresponde a toda aristocracia que se precie de tal, un pacto de caballeros sellará nuestros labios a la hora de denunciar los disparates inadmisibles del nuevo libro de algún colega egregio.
Entiéndase bien. Nuestra diatriba nada tiene que ver con las personas (tenemos nuestras simpatías y antipatías como todo el mundo). Ni siquiera con esos espacios en sí mismos (donde también nosotros, como cualquier hijo de vecino, nos ganamos la vida). Apunta más bien a un conjunto de condiciones estructurales que han reducido esos lugares a un pálido reflejo de lo que algunas vez prometieron ser.
No nos corresponde a nosotros transformar esas condiciones. Hacemos las cosas lo mejor que podemos desde el lugar que nos toca. Pero sí aspiramos a generar con el blog un espacio que se vea razonablemente libre de esas presiones, que por ende evite ciertos vicios que se han afianzado en ambos tipos de prácticas. Una comunidad de comunicación libre de dominación, como la denominó alguna vez cierto célebre filósofo contemporáneo. Por eso, en una última consideración, nos vemos obligados a aclarar que subjetividad no significa solipsismo. Nada nos agrada más que un buen argumento, un debate fructífero, una acotación que nos obligue a revisar nuestros propios presupuestos. De ustedes depende. Mientras tanto, pasen y vean.
Norberto Cambiasso
Más bien, y como de costumbre, se trata apenas de dar rienda suelta a nuestros caprichos: algunos textos que atesoramos con cariño y a los que volvemos una y otra vez, cierta frase que nos llama la atención, un párrafo cuyo sentido se sustrae a nuestros empeños interpretativos, el paciente seguimiento de una idea a través de sus múltiples metamorfosis, la arbitrariedad del gusto combinada con el rigor del argumento. En fin, el placer de la lectura (y de la relectura), una de las "bellas artes" sumida en el olvido a causa de este agitado mundo actual, cargado de un apresuramiento sin pausas ni propósito.
No podemos predecir a priori el tono o el contenido de nuestra flamante empresa. Que podamos en cambio, más temprano que tarde, anticipar algunas críticas dice bastante de la mala fe que persiste en ciertos ámbitos, adherida como está, sin redención posible, a la idiosincrasia argentina.
Digámoslo entonces de una buena vez: el único estándar que nuestras disquisiciones pretenderán cumplir es el de nuestra subjetividad lisa y llana. Nos interesa poco la reivindicación de la claridad y de la simplicidad que se esgrime en ciertos cuarteles periodísticos. Y no nos convencen las declamaciones de seriedad y de conocimiento que tanto abundan en las aulas y los papers universitarios. No porque no creamos en ellas. Somos gente básicamente anticuada, capaces de admirar las ideas claras y distintas como un horizonte al que debiéramos aspirar más que por cualquier nostalgia del cartesianismo.
Pero justamente eso es lo que este doble interdicto tiende a barrer bajo la alfombra. La claridad que imponen las redacciones editoriales presupone siempre el hecho de que hay que escribir para el más bajo denominador común, como si abstraer dicho denominador fuera posible en primera instancia. No quisiéramos (y no lo haremos) subestimar al lector con esa suerte de paternalismo “benévolo”. Además, no hace falta extenderse demasiado sobre los resultados de semejante criterio: un fárrago de generalidades, la homogeneización de la escritura -que en su carencia de rasgos distintivos, constituye la negación determinada de cualquier idea de estilo-, y un contenido tan falto de compromiso, tan incapaz de generar el menor estímulo que, si cambiáramos una parte del texto y se la adjudicáramos al titular de la columna de al lado, si reemplazáramos tan sólo los nombres propios, nadie notaría la diferencia. En ese juego de sustituciones, donde lo que se dice de un libro es válido para cualquier otro porque de ninguno se dice nada sustantivo, se debate el género actual de la reseña bibliográfica.
Las cosas no son mejores en la academia, aunque cada tanto aparezcan excepciones que logren restringir nuestro desaliento. Allí la seriedad se mide por la cantidad de notas al pie, la jerga abstrusa y las apelaciones a unas cuantas “novedades teóricas” que, ¡oh casualidad!, siempre provienen del mismo país. Una suerte de “docta ignorancia” con resultados opuestos a los que esperaba el bueno de Nicolás de Cusa: cuanto más encendida la “retórica de la sabiduría”, menor conciencia de la propia ignorancia.
En nuestros días, hacer una carrera se parece mucho a la adquisición de títulos de nobleza. Claro que aggiornados bajo la forma, eminentemente mercantil, de la licenciatura, la maestría y el doctorado. Con algo de fortuna, y buenas relaciones públicas, se obtendrá un pasar razonable en alguno de nuestros simpáticos feudos -la cátedra, el CONICET- que atestiguan nuestras venerables instituciones de investigación y de educación superior. Y como corresponde a toda aristocracia que se precie de tal, un pacto de caballeros sellará nuestros labios a la hora de denunciar los disparates inadmisibles del nuevo libro de algún colega egregio.
Entiéndase bien. Nuestra diatriba nada tiene que ver con las personas (tenemos nuestras simpatías y antipatías como todo el mundo). Ni siquiera con esos espacios en sí mismos (donde también nosotros, como cualquier hijo de vecino, nos ganamos la vida). Apunta más bien a un conjunto de condiciones estructurales que han reducido esos lugares a un pálido reflejo de lo que algunas vez prometieron ser.
No nos corresponde a nosotros transformar esas condiciones. Hacemos las cosas lo mejor que podemos desde el lugar que nos toca. Pero sí aspiramos a generar con el blog un espacio que se vea razonablemente libre de esas presiones, que por ende evite ciertos vicios que se han afianzado en ambos tipos de prácticas. Una comunidad de comunicación libre de dominación, como la denominó alguna vez cierto célebre filósofo contemporáneo. Por eso, en una última consideración, nos vemos obligados a aclarar que subjetividad no significa solipsismo. Nada nos agrada más que un buen argumento, un debate fructífero, una acotación que nos obligue a revisar nuestros propios presupuestos. De ustedes depende. Mientras tanto, pasen y vean.
Norberto Cambiasso